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18 de mayo de 2025

Chocano y la guerra

José Santos Chocano
La guerra de 1879 en las Memorias de José Santos Chocano
Párrafos tomados de su libro "Memorias. Las mil y una aventuras"

"El romance precursor
Fué mi padre un hombre marcial y taciturno. Es mi madre -pues, por dicha para mí, vive aún- una mujer enérgica y vivaz.

El temperamento de mi padre fué gravemente reposado; el de mi madre es intensamente nervioso. Difícil era que mi padre se llegase a encolerizar, si bien cuando tal ocurría hacíase temible y harto costaba apaciguarlo. Mi madre recorre con facilidad la gama pasional, en que lo mismo pasa de la cólera al llanto que del llanto a la más sana de las risas.

Y, a pesar de tan contrarios modos de ser, o tal vez por eso mismo, yo no recuerdo que entre mi padre y mi madre se hubiera producido el menor disgusto jamás.

***
Nació mi padre en Tacna y mi madre en Trujillo. El sur y el norte del Perú se dieron una cita en Lima para mi nacimiento.

Mi padre se llamaba José Félix Chocano de Zela, y era nieto del prócer don Francisco Antonio de Zela, que diera en Tacna el primer grito de independencia del Perú. Mi madre se llama María Aurora Gastañodí de la Vega, y es hija de un minero español, don Pedro Gastañodí, que vivió en la opulencia y murió pobre...

Militar de la época del mariscal Castilla, ganó mi padre sus galones en las batallas del caudillismo histórico. Asistió él como capitán al famoso combate en que la fortaleza del Real Felipe del Callao se midió con la escuadra española comandada por el caballeroso Méndez Núñez: era, pues, vencedor del 2 de mayo.

Cumplió con su deber en la Guerra del Pacífico, sin mezclarse en las dolorosas disputas intestinas en que la derrota del Perú degeneró. Sin duda, debo a él la marcialidad de mis poemas iniciales y el espíritu combativo con que no he tenido inconveniente en que algunos capítulos de mi vida huelan a pólvora...

Cuando nazco a la razón, en 1879, piafan caballos, ruedas cañones, suenan clarines, y mis oídos infantiles son cruelmente perforados por el traqueteo de la fusilería. Es la Guerra del Pacífico.

Nací el 14 de mayo de 1875: sabido es ya que en Lima.  

El hombre que no fué niño
Dijérase una frase elegante de literatura efectista, y es sólo la expresión desnuda de una tremenda realidad. Mi niñez fué la Guerra del Pacífico...

Cuando nazco, está en pleno predominio la oligarquía plutocrática. Cuatrocientas familias se reparten, irresponsablemente, toda la vida nacional. Trátase de una dictadura colecticia, en que, bajo el expediente de un legalismo elástico; la elegancia de las formas disimula el peculado sistemático. Don Manuel Pardo representa la aristocracia, el dinero, la tradición: es el conservador. Frente a él surge don Nicolás de Piérola, que arrastra consigo a cuantos no se precian de nobles, ni son ricos, ni se sienten tradicionalistas: es el renovador. En medio de estos dos tipos muy interesantes, abro yo los ojos a la vida. Pardo es un temperamento flemático; Piérola es un temperamento nervioso. Aquél es la robustez; éste es la agilidad. EI jefe del Partido Civil es un hombre práctico; el jefe del Partido Demócrata es un gran imaginativo. Así es cómo Pardo logra inspirar respeto y Piérola cariño. El uno da impresión de estadista; el otro, de hombre superior. El uno tiene partidarios; el otro, fanáticos. Con el uno, prosperan no pocos; por el otro, se hacen matar muchos. Pardo es el tipo imponente de jefe de Estado; Piérola es el tipo irradiante de caudillo romántico.

***
Me amamanto yo con las leyendas revolucionarias de Piérola, que, lleno de dinamismo infatigable, sobrecarga el ambiente de mi recién empezada vida de un olor a pólvora, en que respiro cien aventuras y hasta una piratería. Piérola se apodera del que fué luego famosísimo monitor ''Huáscar"; y declarado éste "pirata", libra descomunal batalla con el ''Shah" y el "Amatisthe" de la gloriosa Armada Inglesa...

Las actividades del quijotesco caudillo están enriquecidas por los más bellos gestos. Conspiraciones, revoluciones, aparecen, como bordadas por el hilo de oro de un folletín romancesco, en el fondo de gravedad sombría que se deja ver a lo lejos por entre las abiertas cortinas de la cuna en que se mece mi lactancia.

El primer traqueteo de fusil que oigo en mi vida, es el del disparo que pone punto final a la de don Manuel Pardo. 

No sé qué desacertado proyecto de ley prohibitiva, ideada por impedir a los sargentos ascender a alféreces, hace que el sargento Montoya -designado en un sorteo entre sus compañeros de clase militar-ultime a quien era a la sazón presidente del Senado; después de serlo de la República.

En la presidencia de la República, el Partido Civil -haciendo befa de su propio nombre- ha puesto a un militar: el general Prado, por la segunda vez, es gobernante del Perú, con tan mala suerte como con buena la primera vez.

Al desaparecer don Manuel Pardo, sólo deja una obra que le honra, pero de tal manera, que ella es bastante para liquidar con un gran saldo a su favor los errores y aun los horrores con que precipitó el desastre de la guerra. Tal obra equivale a dotar al Perú de la vara de acero de una gran espina dorsal. País de vasto y difícil territorio, con hartas riquezas naturales, requiere el Perú una preparación educacional en el sentido del más rápido aprovechamiento de todas sus expectativas: don Manuel Pardo fundó la Escuela de Ingenieros.

En cambio, como en la frase del gran Déspota, después de él fué el diluvio: sobrevino un diluvio de sangre, en que estuvo a punto de ahogarse la fraternidad hispanoamericana. No quiso él o no supo evitarlo. El responso verdadero por la muerte de don Manuel Pardo llega a mis oídos infantiles envuelto en el primer cañonazo de la Guerra del Pacífico. 

***
Yo no pude ser niño. Fuí prematuramente hombre. 
¿Cómo corretear por los campos alegremente, si en donde pusiese el pie habría de hacerlo en . un charco de sangre?
¿Cómo cantar, si mi voz habría de ser ahogada por el trueno metálico de los cañones y los silbidos de sierpe de los proyectiles? 
¿Cómo reír, si mi carcajada hubiese desafiado entre el clamor iracundo de los hombres y el alarido desesperado de las mujeres? 

Esquilo ha podido hacer de un niño el protagonista de una gran tragedia, poniendo a girar alrededor del minúsculo personaje el espectáculo emocionante de una guerra. 
La primera visión de la vida que yo tuve fué la de la muerte. 

Me he acostumbrado desde entonces a vivir -aunque deseoso, por lo mismo, de tranquilidad- dentro de un ambiente de tragedia.  
....
En el crepúsculo de la conciencia, en el que hay en todos los espíritus inocentes y limpios un derroche de color alegre y de sana frescura, cuando recién he cumplido los cuatro años de edad, la humareda de los combates sólo me deja ver perspectivas de 'cólera y dolor, en que la vida se me aparece a la manera de un fantasma envuelto en luto que viene a sí saltando sobre charcos de sangre: tengo miedo a la vida ...
Penetra hasta lo más hondo de mi espíritu infantil y lo ensombrece y sobrecoge el ''horror trágico" que en un visitante de cuatro años despertaría una pinacoteca en que sólo alternasen pinturas de Durero, aguas fuertes de Gaya y dibujos de Rops. 

Mis ojos de niño se gozan en el oro que ofrecen los entorchados de los uniformes marciales. Mis oídos de niño se despiertan al son de las marchas guerreras. Mis manos de niño, ya antes, al dar el primer paso, habían buscado -para evitar la caída- como apoyo, la espada de un viejo militar de visita en mi casa. 

Náufragos en mis recuerdos, a flote sobre ese mar difuso de la memoria dilatada hasta perderse en los primeros años, van y vienen como mecidos por un mismo oleaje, algunos grandes nombres: Arturo Prat y Miguel Grau. 

***
Fenómeno significativo el que concurre con los nombres del gran marino .chileno y del gran marino peruano: hay tal armonía entre ellos que nunca suenan mejor que cuando suenan juntos, sin que nada signifique en el orden en que se les coloque.

Espíritus pares, vaciados en moldes antiguos, chocaron en la vida para confundirse en la inmortalidad. Marinos clásicos corren la suerte de dos olas que se encuentran y acaban por refundirse en una sola ...

Arturo Prat, saltando a la nave contraria con su hacha de abordaje en la mano, es bello. Bello es Miguel Grau sacrificándose tranquilo en su nave ante el asedio abrumador que lo amenaza. Ambas figuras se completan: por eso Miguel Grau, caballerescamente, es el primero en hacer toda justicia a Arturo Prat; y Chile entero se la hace luego a Miguel Grau. Nadie nos gana a los hispanoamericanos en decisión para la lucha a muerte; pero nadie nos gana tampoco en generosidad para el contrario.

Parece ser que aunque lo perdamos con frecuencia, sabemos con facilidad recuperar el ritmo.
La belleza en el gesto predomina sobre toda otra preocupación hispanoamericana.
Lo curioso es que tal vez no sepamos vivir, pero estamos todos seguros de que sí sabremos morir.

La muerte de Prat y la de Grau son igualmente seductoras.

La una es impetuosa y la otra es serena. La una es de un heroísmo dinámico y la· otra es de un heroísmo estoico.

En el confuso mar de los recuerdos de cuando empezaba a despuntar en mí la conciencia de la vida, echo mano a esos dos grandes nombres, flotantes como leños salvadores para no ahogarme en sangre. 

***
La muerte de Grau determina la suerte de la guerra. Tamaño desastre pone en fuga al Presidente Pardo, que se embarca a Europa, dizque con el propósito de comprar buques. Los ojos de mi estupefacción recogieron el instante solemne en que en mi casa apareció, en la demanda respectiva, el saco jamás usado de la colecta popular.

Un militar decrépito ocupa la presidencia de mi país. Asáltala Piérola. El Partido Civil protesta. Hay un hervidero de traiciones en que la pasión política desaloja al patriotismo. Se conspira en el campo de batalla, frente al enemigo, en medio del peligro, después de la derrota inevitable, en todo momento. Hay una frase histórica que expresa el estado de alma de la política peruana. "Primero los chilenos que Piérola". El dictador clausura un diario, que no quiero nombrar, por el grave delito de "traición a la patria". 

Después de Manuel Pardo fué el diluvio de sangre. Después de Miguel Grau la anarquía.

Mientras tanto, el ejército chileno maniobra como si fuese un solo hombre. La gran virtud del pueblo chileno, forjado en el trabajo y ajeno a la molicie, está en su disciplina.

Nada anarquiza más a un pueblo que la abundancia corruptora, nada lo disciplina más que la necesidad del trabajo.

La suerte de la Guerra del Pacífico, después de Miguel Grau quedó determinada por los mismos conductores de ambos pueblos en la desigual lucha de la anarquía peruana y la disciplina chilena. 

***
Como la anarquía es, al fin y al cabo, un exceso del individualismo, los héroes peruanos brotan en actitudes bellas que el pueblo chileno es el primero en reconocer y admirar. Bolognesi, Ugarte, Espinar," Leoncio Prado -cuyo heroísmo es bastante para imponer respeto sobre el recuerdo de su padre-arrancan páginas magníficas a las plumas de Vicuña Mackenna, de Gonzalo Bulnes, de todos los grandes historiadores de Chile.

Como la disciplina es, al fin y al cabo, una renuncia voluntaria que hace el individuo en provecho del interés común, Chile, en la maniobra decisiva que lo lleva a la victoria, tiene un gran héroe: su ejército, que es un solo hombre.

No hay que olvidar que Arturo Prat vencido es tan grande como Miguel Grau vencedor; y que éste es más grande que vencedor, vencido.

Dicho lo tengo en verso: Nada importa vencer ni ser vencido: lo que importa es ser grande en la batalla.
En la Guerra del Pacífico igualmente grandes supieron ser los héroes vencidos y el ejército vencedor. 

***
Uno de los recuerdos más vivos de mi infancia es Ja despedida de mi padre, vestido con sus viejos arreos militares, a cumplir el deber. Es una estrofa viva de la "Ilíada", que nunca olvidaré.

Estoy yo en brazos de mi madre. Mi hermana mayor reza, arrodillada ante un bello calvario que impone su sobrio misticismo en el dormitorio paternal. Mi padre mudamente nos abraza, a mi hermana primero, a mis después, a mi madre finalmente. Mi madre no derrama una lágrima, mientras que mi hermana solloza.

Firme, enérgica, grandiosa, mi madre al ver partir a mi padre lo despide con sólo una palabra: "¡Volverás!". Cuando mi padre ya ha partido, los ojos de mi madre se llenan de lágrimas y sus labios me besan en la frente, como .fijándose para siempre el recuerdo de ese instante tremendo.

Otro recuerdo muy claro es el de la batalla de Miraflores, librada casi a las puertas de Lima. 

Los cañonazos sonaban en mis oídos infantiles, apagados a la distancia, como. grandes golpes de pala sobre montañas de algodón. Las descargas de la fusilería rechinaban a lo lejos, intermitentemente, como si friccionasen con paja seca su dentadura los engranajes de una maquinaria ... De pronto los carros del tranvía, destinados entonces al reparto entre las carnicerías de la ciudad de las reses descuartizadas en el matadero, ofrecieron a los ojos de mi curiosidad sorprendida los hacinamientos de heridos que llegaban del ·campo de batalla para ser repartidos entre los hospitales de sangre. No hay dibujo de Rops, no hay agua fuerte de Goya, no hay pintura de Durero capaz de producir en el espíritu de un hombre el efecto que tal visión hubo de producir en el espíritu de un niño. Golpe tras golpe, la emoción más violenta hizo vibrar mis nervios infantiles como las cuerdas de una lira de cristal. 

En uno de los hospitales de sangre -recuerdo bien que denominado de la Cruz Blanca- mi madre asiste hasta la muerte a un jefe chileno apellidado Supper, uno de cuyos hijos -Carlos- hace constar, con gentileza marcial, su más profundo reconocimiento por la prolijidad de la asistencia. Es éste el primer contacto en que mi niñez se halla con el ejército vencedor: un viejo y bravo jefe chileno que se muere bajo el cuidado de mi madre, ante la que me parece que estoy viendo inclinarse con respeto a los dos hijos, militares también de gallarda y en aquella ocasión dolorida presencia. En el fondo del cuadro, se me antoja ahora que ha de haber pasado la sombra del Maestro de Maestros, balbuceando tal vez: Amaos los unos a los otros...

Había empezado apenas la ocupación de Lima. Los clarines del ejército que entró a ocuparla sonaron de tal modo en mis oídos cuando me faltaba aún mucho para cumplir seis años, que ensordecieron para siempre mi niñez. Mi niñez quedó encerrada en casa en el enclaustramiento impuesto por la ley marcial de un ejército vencedor en una ciudad cautiva. Durante dos pesados años cayó sobre mi espíritu de niño la lápida de un silencio sepulcral... Yo no corrí, yo no reí, yo no jugué, yo no tuve propiamente niñez. 

***
Aunque fueron poco más de dos los años de la ocupación de Lima, sólo pasados los tres años, después de hacer evacuar por el ejército vencedor todo el territorio peruano, se alejó -el último- su comandante en jefe: el vicealmirante Patricio Lynch.

Recuerdo claramente la figura fina y reposada de este hombre singular, cuyos modales acusaban una educación cuidadosa y austera, dándome una impresión semejante a la que, rodando los años, hube de recibir del general don Bartolomé Mitre; mezcla de suavidad y de energía dentro de un ritmo majestuoso.

Patricio Lynch -descontadas las medidas militares impuestas por su deber- cruza por entre las sombras que angustiaron mi niñez, durante la ocupación de mi ciudad natal, con paso grave y reflexivo, sin hacer crugir la tierra bajo el taconeo retador de la brutalidad ostentosa.

Sea por su educación esmerada, sea por la modelación definitiva de su carácter en los años en que se hizo su aprendiza je profesional en la marina inglesa, Patricio Lynch no parecía ser un hombre apasionado, ni menos aun violento, temerario o cruel. 

Hay que considerar, con el espíritu levantado, sobre la situación creada para el Perú por la suerte de la armas, las circunstancias en que · Patricio Lynch ejerció un poder omnímodo durante los años de la ocupación de Lima, que para mi niñez reprimida han de haber parecido eternos.

Yo no recuerdo ningún cargo grave que el dolor peruano haya hecho al vicealmirante Lynch. Es de relieve extraordinario la figura del jefe de un ejército de ocupación que no deja huella de rencor personal en ninguno de los habitantes de la ciudad por largos años sojuzgada. 

Patricio Lynch es digno de perfilarse en un medallón vaciado en bronce antiguo.

***
Digno también de perfilarse en un medallón vaciado en bronce antiguo es Andrés Avelino Cáceres. Lynch es la disciplina impuesta a Lima; Cáceres es la protesta de los Andes.

De la misma manera que Lynch pone en el triunfo de Chile la nota significativa de su personal corrección, Cáceres salva en la derrota del Perú-con su tenaz resistencia-la dignidad nacional.

El Soldado de la Breña, llamado así por la agilidad de la estrategia con que combate entre las asperezas andinas, cree que su deber patriótico es mantenerse con las armas en la mano y no deponerlas en ningún caso, mientras que el ejército chileno se enseñoree del territorio del Perú. El esfuerzo es inútil, pero su gesto es bello.

Militar perfeccionado en Francia, tiene de este país Cáceres su actitud tanto como de Inglaterra tiene en la suya Lynch.

Bien podrían hacerse los elogios de uno y de otro, respectivamente, en un discurso de Gambetta y en otro de Macaulay.

El general peruano hace reconocer su habilidad y su patriotismo a los militares chilenos; y se envuelve en un ambiente misterioso, al par que irradiante, de personaje de leyenda. 

El no pacta; él no cede; él no suelta las armas; él repite, desde lo más alto de los Andes, la gran palabra de Cambronne, para sostener su bandera: El Perú muere, pero no se rinde.

Si en la inmortalidad se han encontrado, Patricio Lynch ha de haber sacudido entre la suya la diestra de Andrés Avelino Cáceres. Pláceme juntar ambos nombres de hombres fuertes en la nerviosa evocación de mi niñez. El uno es la imposición serena; el otro es la resolución inquebrantable.

Bien podrían los perfiles de ambos hombres fuertes lucir, contrapuestamente, en la una y la otra cara de un mismo medallón.

Durante la ocupación de Lima, atraviesa con paso doctoral la noble figura de don Francisco García Calderón, que ceñido con la banda presidencial va prisionero a Chile. Es un gran jurista, un profesor, un verdadero intelectual extraviado en la política. Está investido de su propia autoridad. Mi recuerdo se inclina ante él con el mayor respeto.

Y también con el mayor respeto se inclina mi recuerdo ante la figura del general Miguel Iglesias, que hace cesar la ocupación de Lima.

Comprende él la magnitud de la responsabilidad, y la asume. Lucha él aquí y allá y en todas partes, con denuedo, con energía, con heroísmo: comprende que la Paz necesita un héroe que se sacrifique por ella; y no vacila: es todo abnegación. Thiers le sonríe...

Entre los nombres de Patricio Lynch y Andrés Avelino Cáceres, mi niñez se debate oprimida en angustioso sobresalto, en sofocada convulsión, en una mezcla de terror y de fiebre que ensombreciese y caldease el espíritu de quien, entre los seis y nueve años, se sintiese como prisionero de guerra.

Mi carácter tiene que hacerse taciturno. Mi fantasía se despliega a todo vuelo, en tanto que mi corazón se repliega en sí mismo. Sin compañeros de niñez, mi individualismo doctrinario de ahora es una resultante natural.

Los únicos entretenimientos de mi niñez fueron los cuentos de mi madre y los relatos militares de mi padre. Mis únicos juguetes fueron los libros: leí, estudié, supe mucho más de lo que debí saber para mis años. Carecí, en cambio, del candor infantil. Precoz mi inteligencia, precoz mi corazón.

Todas las noches de mis· primeros seis años están llenas de la música de Beethoven y de Chopin, de la que mi hermana mayor era muy diestra en el piano: el· piano de mi casa no sonó durante toda la ocupación de Lima. No sé por qué, sin embargo, los recuerdos de entonces me pasan como cuentas ensartadas en el hilo de luz de esa música, que desde el vaivén de mi cuna siento hoy llegar hasta mí.

Cuando la ocupación de Lima ha terminado, me parece que he comenzado a ser un hombre. Tengo nueve años, soy estudiante de álgebra y siento ya el primer amor.

Como se ve, desde la niñez vivo en "Ilíada"; desde mi edad viril, también en "Odisea"..."


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Chocano, José Santos. "Memorias. Las mil y una aventuras". Santiago de Chile, 1940.

Saludos
Jonatan Saona

1 comentario:

  1. Que admirable forma de manejar el idioma, aquella que utiliza Chocano. En dos frases, retrata un mundo, y lo hace bellamente, con palabra certera e iluminada.
    Con razón su fama. Y su vigencia en el mundo literario del Perú.
    Un grande.

    Raúl Olmedo D.

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