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4 de agosto de 2024

Stuven y Villarroel

Arturo Villarroel y Federico Stuven

A guerra a mano limpia
(escrito por Enrique Bunster)

...Si decenas de cirujanos entregaron su ciencia y su caridad en los pabellones de sangre, tres ingenieros partieron al frente con igual disposición altruista. Uno de ellos, Juan Agustín Cabrera, se encontraba en la bahía de Iquique tratando de conectar el cable submarino con los buques bloqueadores, cuando se produjo el combate del 21 de mayo y quedó atrapado a bordo de la Esmeralda. Sobrevivió para escribir su insuperable crónica de testigo y actor de la epopeya. Su colega Federico Stuven se había embarcado en la fragata Elvira Álvarez, al ancla en Antofagasta, para transformarla por propia iniciativa en maestranza militar flotante. Era hijo de un alemán de Hamburgo y una chilena de Quillota y había estudiado mecánica y fundición en Alemania e Inglaterra hasta graduarse como ingeniero de máquinas. 

El afán de dominar su especialidad de alto abajo le llevó a contratarse como conductor de locomotoras en las montañas de Tarz. De regreso en Valparaíso creó la «Fundición Stuven & Chambery», de donde salieron cañones de gran calibre en los días del conflicto con España. En el Perú montó ingenios azucareros y fábricas de algodón. Fue autor de una Guía del Ingeniero Mecánico y estableció en Buin una industria de papel de estraza. De este próspero negocio se deshizo al estallar la guerra y después de proponer al Ministro en campaña su genial idea de la maestranza ambulante. En la cala del viejo buque instaló los tornos y fraguas con que se reparaban o reconstruían las armas, vehículos y piezas de artillería, ahorrándose las largas demoras de su envío a Valparaíso y el costo y los riesgos de la doble travesía marítima.

Nombrado comandante de ingenieros militares, vistió uniforme y con su velero llevado a remolque siguió al convoy de la expedición a Pisagua. En la caleta de Junín proveyó de agua a las fuerzas de desembarco de Lynch, refaccionando los estanques y cañerías destruidos por los aliados. Pero la fama de que goza proviene de su desempeño como ingeniero de ferrocarriles. La fertilidad de sus recursos hizo posible que el coronel Arístides Martínez realizara sobre ruedas su incursión de reconocimiento a Moquegua. Con dos destartaladas locomotoras que encontró y reacondicionó en la estación de Pacocha un par de trenes que dieron cabida a los quinientos expedicionarios del regimiento Lautaro y sus dos cañones volantes. Después de cortar el telégrafo, partió Stuven conduciendo en persona la primera de las máquinas. 

Como en Moquegua lo menos que se esperaba eran tropas chilenas, y precisamente en víspera del Año Nuevo, el vecindario las tomó por peruanas e invadió los andenes arrebatado de alegría, disputándose las mujeres entre sí por abrazar a los soldados. Al descubrirse la verdad, las que no arrancaron despavoridas cayeron desmayadas, y al propio coronel Martínez tocó socorrer a una que se desvaneció en sus brazos. Vuelta la calma a los ánimos, el nuevo año fue celebrado con decoro, dando tiempo a que el coronel recogiese la información que había ido a buscar.

En el viaje de regreso, saboteadores intentaron dejar a los trenes sin agua, inutilizando los estanques y bombas de las estaciones; y en una curva al borde del precipicio la locomotora del ingeniero descarriló al encontrar los rieles removidos. Percances de esta índole eran los que él sabía resolver, y el Lautaro volvió a la costa sano y salvo con apenas unas horas de retardo.

Con la misma facilidad con que reparaba y utilizaba los ferrocarriles del enemigo, los descomponía para que éste no pudiera servirse de ellos. Así lo hizo en Pacocha al volver del interior, llevándose las piezas vitales de las máquinas y los frenos de los vagones. La próxima vez que armó un convoy fue para contribuir tal vez de manera decisiva al resultado de la guerra. El hecho ocurrió al entrar al puente de Maquegua a raíz del combate de Los Ángeles. Su ojo vigilante divisó desde lejos unos bultos sospechosos colocados en la armazón metálica del viaducto. Detuvo la máquina a tiempo para evitar una catástrofe de consecuencias incalculables. Eran trece cajones de dinamita que debían detonar automáticamente al paso del tren. Los desconectó y retiró por sus manos, con riesgo de la vida, salvando así la de los pasajeros, entre los que iban el Ministro Sotomayor, el comodoro Riveros y los generales Escala y Baquedano...

Esta intervención providencial de Stuven trae a la memoria al legendario Arturo Villarroel, que convirtió el manipuleo de explosivos en su virtuosa especialidad y pasó a la historia con el apodo de General Dinamita. Nacido a bordo de la goleta en que su padre transportaba madera de los aserraderos de Chiloé, desde la cuna parece marcado con el signo del trotamundos. Alternando sus estudios de ingeniería eléctrica con el afán de correr aventuras, Villarroel se buscó la vida en el Perú y acompañó al general Flores en su expedición a Ecuador, combatiendo con él en Guayaquil. Dedicado al comercio, viajó desde allí a Argentina, Brasil, Europa, China, México y California, donde experimentó el contagio de la fiebre del oro. Se repatrió a tiempo para encontrarse en el incendio de La Compañía y prestar socorro a las víctimas; y enseguida se contó entre los fundadores del Cuerpo de Bomberos, y en tal condición tomó parte en la lucha contra el fuego durante el bombardeo de Valparaíso por los españoles.

Su habilidad ingenieril le permitió como a Stuven obtener agua en el desierto, salvando de la sed a la División Lynch con los pozos que labró en la marcha de Lurín a Cañete. Pero esto es nada comparado con sus proezas de jefe de contraminadores del Ejército que fue el puesto con que lo hizo enrolar el ministro Vergara porque aquí combinó la eficiencia del técnico eximio con la imperturbabilidad de un alegre suicida. Tres noches consecutivas trabajó con sus auxiliares en retirar las dinamitas y minas automáticas de que estaban sembradas las laderas inferiores del Morro de Arica. Es casi imposible explicarse cómo no volaron todos mientras rastreaban en tinieblas esa red de pólvoras ocultas y calculadas para estallar al pisarlas. Y el día del asalto el impávido personaje iba delante de la tropa, sin más armas que sus herramientas de electricista, cortando alambres y desmontando detonadores y refiere Virgilio Figueroa «en lo más recio del fuego consiguió salvar así un buen número de vidas de una muerte espantosa».

En las vísperas de las batallas finales le confiaron la tarea de limpiar los faldeos de un cerro artillado como fortaleza, donde el infierno acechaba debajo de suelos «minados en tal forma que las bombas se sucedían a pocos centímetros una de otra». En espeluznante trabajo nocturno realizado bajo las barbas de los peruanos, Villarroel destruyó las mortíferas instalaciones hasta dejar el campo casi despejado a las fuerzas atacantes. Fue él quien hizo posible la victoria de San Juan; y si allí se detuvo su carrera es porque habría sido inverosímil que llegara ileso hasta Lima. Definido ya el resultado de la acción, se retiraba al campamento cuando un proyectil perdido pegó en una mina y la explosión consiguiente lanzó al general Dinamita por los aires como a un muñeco de trapo. Salió con vida, porque los explosivos no se hicieron para matarlo a él; pero sufrió tales fracturas y lesiones, al volar y aterrizar, que quedó inválido y fue dado de baja en las filas.

Un final parecido al de Stuven, inutilizado para siempre por la caída desde una locomotora en marcha.


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Bunster, Enrique. "Bala en boca" Santiago, 1973.

Saludos
Jonatan Saona

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