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13 de enero de 2024

El perro del Regimiento

Perro acompañando a unos militares

El perro del Regimiento
Entre los actores de la batalla de Tacna y las víctimas lloradas de la de Chorrillos, debe contarse, en justicia, al perro del Coquimbo; perro abandonado y callejero, recogido un día a lo largo de un camino por el piadoso embeleco de un soldado, en recuerdo tal vez, de algún otro que dejó en su hogar al partir a la guerra, que en cada rancho hay un perro y cada roto cría el suyo.

Imagen viva de tantos ausentes, pronto se atrajo el cariño de los soldados, y éstos, dándole el propio nombre de su Regimiento, lo llamaron «Coquimbo» para que así fuera algo de cada uno.

Muchas protestas levantaba al principio su presencia en el cuartel, pues nadie se ahíja en casa ajena sin trabajo, causa era de graves jaranas y por ellas se trató en una ocasión de lincharlo, después de juzgado y sentenciado en consejo general de ofendidos, pero «Coquimbo» se hizo humo, como en todas las horas de tormenta. Siempre encontraba en los soldados las seguras tapaderas que el nieto busca entre las faldas de la abuela, y sólo reaparecía humilde y corrido cuando todo peligro había pasado.

Se cuenta que «Coquimbo» tocó personalmente parte de la gloria que en ese día memorable conquistó su regimiento a las órdenes de don Marcial Pinto Agüero, a quién pasó el mando en reemplazo de Gorostiaga.

Y se cuenta también que de este modo, en un mismo día y jornada, el jefe casual de Coquimbo y el último ser que respiraba en sus filas, justificaron heroicamente el puesto que cada uno había alcanzado en ellas...

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Pero mejor será referir el cuento cabal para no dejar a nadie con la comezón de esos puntos y palabras.

Al entrar en batalla, el regimiento no sabía a qué atenerse respecto a su nuevo jefe.

En el campamento de las Yaras, días antes de la marcha solamente, Pinto Agüero había recibido sus despachos de segundo del Coquimbo junto con el ascenso respectivo y la sorpresa de todos los oficiales del cuerpo que iba a mandar. Por noble compañerismo, deseaban estos que tal honor recayera en uno de la casa, y esperaban a otro; pero el Ministerio de la Guerra en campaña, que se daba de conocedor de los hombres, dispuso lo queda dicho el día en que murió tan súbitamente, dejando a cargo del agraciado el deber de justificar su preferencia.

Con tal motivo, el comandante Pinto Agüero no entró al Regimiento con pie derecho. Los Oficiales lo recibieron con una reserva que tenía mucho estudiada hostilidad.

Era un desconocido para ellos; acaso sería también un cobarde. ¿Quién podía decir lo contrario? ¿Dónde se había probado?

Así las cosas y los ánimos, amaneció el día de la batalla que había de trocar, no sólo la ojeriza de los hombres, sino la suerte de tres naciones.

Rotos los fuegos, a los diez minutos quedaba fuera de combate, gloriosa y malamente herido a la cabeza de su tropa, el que más tarde debía ser el héroe feliz del Huamachuco.

El mando correspondía en consecuencia al segundo jefe y el Regimiento, al saber la baja de su primero, se detuvo y dijo: -¡Aquí talla Pinto!, como quien dice: ¡A ver si es oro!

La ocasión, un instante único y supremo, era, en efecto, diabólicamente propicia para dar a conocer toda la ley cabal del corazón de un hombre.

Todos esperaban ansiosamente se alzara aquel telón que ocultaba tantas dudas.
-¿Qué haría Pinto?

Pero todo esto duró bien poco.

Luego se vio al joven comandante pasar al galope de su caballo por el flanco de las filas que lo miraban ávidamente; llegar al sitio que le señalaba su puerto y seguir más adelante todavía.

Todos se miraron entonces -¿a dónde iba a parar?

Veinte pasos a vanguardia de la primera mitad, detuvo su corcel y desde tal punto, guante que arrojaba a las dudas y al valor de los suyos, ordenó el avance del Regimiento, sereno como en una parada de gala, únicamente altivo y feliz por la ocasión.

La tropa, aliviada de enorme peso, y porque la audacia es contagiosa, se lanzó impávida detrás de su jefe; pero en el fragor de la lucha, fue inútil todo empeño de llegar a su lado.

El capitán desconocido de la víspera, no se dejó alcanzar por ninguno, aunque dos veces desmontado, y concluida la batalla, oficiales y tropa lo aclamaban en grito de admiración.
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«Coquimbo» por su parte -que en la vida así se tocan los extremos-, había atrapado del ancho mameluco de bayeta, y así lo retuvo hasta que llegaron los nuestros, a uno de los enemigos que huía al reflejo de las bayonetas chilenas, caladas al toque pavoroso de degüello.

Y esta hazaña que «Coquimbo» realizó de su cuenta y riesgo, acordándose de los tiempos en que probablemente fuera perro de hortelano, concluyó de hacerlo el hijo mimado del Regimiento.

Su humilde personalidad vino a ser, en cierto modo, el símbolo vivo, travieso e inocente de la personalidad de todos; de algo material del Regimiento, así como la bandera lo es de ese ideal de honor y de deber que se encarna en sus frágiles pliegues.

Él de su lado, pagaba a cada uno su deuda con su amor sin preferencias, eternamente alegre y sumiso.

Comía en todos los platos; conocía el uniforme; según los rotos, hasta distinguía los grados, y por un instinto de egoísmo, digno de la gente, no toleraba en el cuartel la presencia de ningún otro perro que con el tiempo pudiera arrebatarle el cariño que había conquistado con una acción que acaso el mismo calificaba de distinguida.
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Llegó, por fin, el día de la marcha sobre las trincheras que defendían a Lima.

«Coquimbo», naturalmente, era de la gran partida. Los soldados, muy de mañana, le hicieron su tocado de batalla.

Pero «Coquimbo» -cosa extraña para todos- no dio, al ver los aprestos que tanto conocía, las muestras de contento que manifestaba cada vez que el Regimiento se ponía en marcha.

No ladró ni empleó el día en sus afanosos trajines de la mayoría a las cuadras, de éstas a la cocina y de ahí a husmear el aspecto de la calle, bullicioso y feliz como el imberbe tambor a quién elige el coronel para sus órdenes en vistosa parada.

Antes por el contrario, triste y casi gruñón, se echó desde temprano a la orilla del camino, frente a la puerta del potrerillo en que estaban las ramadas del Regimiento, como para demostrar que no se quedaría atrás y asegurarse de que no sería olvidado por sus amigos.

¡Pobre «Coquimbo»!

Acaso olía en el aire la sangre de los suyos, que en breve iba a correr a torrentes, prescindiendo del propio y cercano fin que le aguardaba!
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La noche había cerrado sobre Lurín, rellena de una niebla que daba al cielo y a la tierra el tinte gris y sombrío de una alborada de invierno.

Casi confundido con la cinta de argentada espuma que formaban las olas al romperse sobre la playa, marchaba el Coquimbo cual una sierpe de metálicas escamas.

El ruido de las aguas apagaba los rumores de esa marcha nerviosa, agazapada y muda como la del gato que avanza sobre su presa.

Todos sabían que del silencio dependía la sorpresa y que ésta era el éxito feliz del asalto a las trincheras enemigas.

Y nadie hablaba y los soldados se apartaban para evitar el choque de las armas.

Y ni una luz, ni un reflejo de luz.

A doscientos pasos no se habría visto esa sombra que se deslizaba siniestra y callada, llevando, sin embargo, en su seno todos los huracanes de la batalla y de la muerte.

En tales condiciones, cada paso adelante era un tanto más en la cuenta de las probabilidades favorables.

Y así habían caminado ya unas cuantas horas.

Las esperanzas crecían; pero de pronto, inesperadamente, resonó en la vasta llanura el ladrido de un perro, nota agudísima que como la del clarín, recorre leguas en el silencio de la noche.

-«¡Coquimbo!» -exclamaron los soldados.
Y suspiraron como si un hermano de armas hubiera incurrido en pena de la vida.

A poco rato se destacó al frente de la columna la silueta de un jinete que avanzaba a galope.

Reconocido con las precauciones de ordenanza, pasó a hablar con el comandante Soto, y tras breves palabras, partió con igual prisa, borrándose en la niebla a corta distancia.

Era el jinete un ayudante de campo del jefe de la primera división, coronel Lynch, quien ordenaba redoblar «silencio y cuidado» por haberse visto avanzadas del enemigo en la dirección que llevaba el Coquimbo.

La nueva consigna, como una palabra misteriosa, corrió de boca en oreja desde la cabeza hasta la última fila, y se continuó la marcha, pero esta vez parecía que los soldados se tragaban el aliento.

Una cuncuna no habría hecho más ruido al deslizarse sobre el tronco de un árbol.

Sólo se oía el ir y venir de las olas, aquí suave y manso, como haciéndose cómplice del golpe, allá violento y sonoro, donde las olas lo dejaban sin playa.

Comenzaba a dividirse en el horizonte de vanguardia una mancha oscura y profunda, como la boca de una cueva inmensa cavada en el cielo.
Eran el Morro, lejano todavía, pero ya visible.

Hasta allí la fortuna estaba de nuestro lado, nada había que lamentar. El programa se cumplía al pie de la letra, mas el destino había escrito en la portada de las grandes victorias que nos tenía deparadas, el nombre de una víctima, cuya sangre, oscura y sin deudos, debía correr la primera sobre aquel campo, como ofrenda a los númenes adversos.

«Coquimbo» ladró de nuevo, con furia y seguidamente, en ademán de lanzarse hacia las sombras.

En vano los soldados trataban de aquietarlo por todos los medios que les sugería su cariñosa angustia.

¡Todo inútil!

«Coquimbo», con su finísimo oído, sentía el paso o veía en las tinieblas las avanzadas enemigas que había prevenido el coronel Lynch. Pero ladró allí, el pobre perro, por última vez para amigos y enemigos.

Un oficial se destacó del grupo que rodeaba al comandante Soto, separó a dos soldados y entre los tres, ejecutaron a «Coquimbo» debajo de las aguas que ahogaron sus gemidos, sintiendo en sus corazones horror semejante al del conde que devoró a sus hijos.

En las filas se oyó algo como uno de esos extraños suspiros que el viento arranca a la arboladura de los buques.

Cumplida su triste misión, los enviados volvieron a sus puestos y se siguió la marcha con una prisa rabiosa que parecía buscar un desquite.

Y quien haya criado un perro y hecho de él un compañero y un amigo, comprenderá, sin duda, la lágrima que esta sencilla escena, que yo cuento como puedo, arrancó a los bravos del Coquimbo, a esos rotos de corazón tan ancho y duro como la mole que iban a asaltar, pero que en cuyo fondo brilla con la luz de las más dulces ternuras infantiles este rasgo característico:
Su piadoso cariño a los animales.


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Riquelme, Daniel. "Chascarrillos militares". Santiago, 1885.

Saludos
Jonatan Saona

3 comentarios:

  1. Los relatos de Daniel Riquelme tienen el mérito de que este corresponsal y periodista - aunque en calidad de no-combatiente en el Servicio de Sanidad de Campaña - participó en la GDP y conoció personalmente a muchos de los personajes cuyos nombres cita y actuaciones relata. Suelto de pluma, irreverente, logró con posterioridad a la guerra bastante renombre y fama, eventualmente oculto bajo el pseudónimo "Inocencio Conchalí".
    Recogió muchos detalles de la vida en campaña durante el conflicto 1879-84, que han hecho llegar hasta nosotros una pintura más real del soldado, por una parte, y relató asimismo una cantidad notable de sucesos cuyos protagonistas probablemente no hubieran querido ver impresas.

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  2. El comentario anterior es de mi autoría, y no sabría como recuperar la firma automática de mis aportes. Raúl Olmedo D.

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    1. Raúl, al momento de comentar ver si estás conectado a tu gmail, así aparece tu nombre automáticamente, sino lo hace como anónimo.

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