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18 de febrero de 2022

Cáceres sobre Julcamarca

Andrés A. Cáceres
Marcha hacia Ayacucho. Una horrenda tempestad destruye gran parte del Ejército en la cuesta de Julcamarca.

En Izcuchaca dicté inmediatamente las medidas convenientes para la defensa de la quebrada de este nombre, llave principal de las ricas poblaciones que se extienden al otro lado del río, como de la gran zona que avanza hacia el Sur, formada por los departamentos de Ayacucho, Apurímac, Cuzco y, Puno.

El propósito de del Canto de cortarme la retirada sobre Izcuchaca e impedir la reunión de las fuerzas de Ayacucho al Ejército del Centro había fracasado con el combate de Pucará. Tocábame ahora a mí organizar el contragolpe.

Dictadas las disposiciones para tal defensa, pasé sucesivamente a Acostambo, Huancavelica y Acobamba, y en seguida ordené la marcha del ejército a Ayacucho, donde encontrábase Panizo con su división. Mi constante anhelo era reorganizar sólidamente el Ejército del Centro y, reforzado con la división de Panizo, activar la defensa y preparar la contraofensiva.

El 18 de febrero partimos de Acobamba y debíamos llegar a Julcamarca, distante nueve leguas de la primera población, lo que no pudimos hacer por las dificultades que ofreció el paso del río. Sólo en la tarde, a la puesta del sol , pudimos tocar la base de la cuesta que da acceso al pueblo situado en las alturas, y como no encontramos allí los medios para acampar, ni facilidades ni recursos para atender a la tropa, hubo necesidad de continuar la marcha para llegar al poblado. Cuando toda la fuerza estaba en la mitad de la cuesta y la vanguardia próxima a llegar a la población, se desencadenó en medio de la lobreguez de la noche una furiosa tempestad que convirtió el desfiladero por donde caminábamos en una cadena interminable de precipicios, sembrando la muerte y confusión general en las filas y trayendo por consecuencia la pérdida de 412 individuos de tropa, aparte de las bestias de silla y carga y gran parte del material de guerra que transportaban.

La fuerte lluvia abría profundas grietas en el terreno, por demás deleznable; y los hombres rodaban a los profundos abismos, sin que pudieran ser oídos sus gritos de auxilio, silenciados por el estallido de los truenos.

Las pérdidas debidas a esta terrible tempestad fueron muy grandes, y muchos soldados se dispersaron, aprovechando la obscuridad de la noche y la confusión del momento. De manera que, después de esta funesta e imprevista catástrofe, al escalar la cuesta de Julcamarca, el Ejército del Centro quedaba reducido a 400 hombres, más o menos. Se había perdido en la ascensión la mitad del efectivo; así lo manifestaba la lista que se pasó en la mañana del 19 en la plaza de Julcamarca, donde acampamos.

Las tropas llegaron a la población completamente extenuadas por el cansancio y la falta de alimentos, y empapadas por la torrencial lluvia que soportaron durante la noche.

Apenas llegué a la población, acudí al gobernador Quevedo, para que solicitara del vecindario frazadas y mantas para los soldados. El gobernador y su esposa, una señora muy amable, cumplieron fielmente mi encargo con todo entusiasmo, consiguiendo a los pocos momentos los abrigos que les había solicitado.

Era necesario continuar nuestra marcha, pero la mayor parte de la tropa estaba descalza, por lo que hube de apelar nuevamente al gobernador, a fin de que solicitara de los habitantes algunos cueros, para la confección de ojotas que sustituyesen el calzado.

Los vecinos de Julcamarca contribuyeron inmediatamente con los cueros y también con sus servicios, pues ellos mismos se trasladaron a la plaza a confeccionar las ojotas para la tropa, que se encontraba acampada allí y ocupada en secar sus ropas y limpiar sus armas y paquetes de munición.

En los momentos en que me encontraba en la plaza preparando la marcha, llegaron de Ayacucho mis antiguos amigos señores Ruiz, Espinosa y Moore, quienes, al saber mi aproximación, se adelantaron para recibirme y darme la bienvenida.

La sorpresa de estos señores al ver al Ejército del Centro en tan miserable estado fué grande y no pudieron menos que asombrarse al saber que con en esas tropas intentaba imponer obediencia a Panizo, si no se sometía de buen grado.

Les supliqué que guardaran en el mayor secreto lo que veían y que, al regresar a Ayacucho, avisaran a las indiadas de Carmenca que muy en breve estaría al lado de ellos, y que era necesario se alistaran para que me protegiesen al llegar a esa ciudad.


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Cáceres, Andrés. "La Guerra entre el Perú y Chile 1879-1883, extracto de las Memorias de mi vida militar". Buenos Aires, 1924.

Saludos
Jonatan Saona

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