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27 de noviembre de 2020

Tarapacá según Cáceres

Andrés Cáceres D.
La batalla de Tarapacá según las memorias de Cáceres

"Batalla de Tarapacá, 27 de noviembre de 1879.

Después de atravesar la pampa del Tamarugal, sufriendo toda clase de contratiempos, llegamos a Tarapacá en la tarde del 22 de noviembre, donde gracias a la actividad del coronel Suárez se pudo proporcionar a nuestras tropas el alojamiento y rancho de que tan necesitadas se hallaban. Allí encontramos al general Buendía con varios jefes, que, abandonando el campo de San Francisco, se habían retirado con anticipación. El Jefe del Estado Mayor envió orden, ese mismo día, a la división Ríos, que había quedado aislada en Iquique, para que se trasladara inmediatamente a Tarapacá. 

Tarapacá es, como se sabe, una pequeña población situada al interior del puerto de Pisagua, del cual lo separa el desierto salitrero del Tamarugal. Se encuentra en el fondo de una quebrada, cuya vegetación se alimenta por el riachuelo que la atraviesa de Norte a Sur. Existen, además, en la misma quebrada los pueblecitos de Pachica y Quillahuasa, al Norte de Tarapacá, y los de San Lorenzo y Huaraciña, al Sur.

Como la población no diera abasto para el alojamiento de todas nuestras tropas, se acordó el 25 mandar las divisiones Vanguardia del coronel Dávila y 1a del coronel Herrera, al pueblecito de Pachica, distante doce kilómetros, dejando en Tarapacá la división exploradora del coronel Bedoya, la 3a del coronel Bolognesi y la 2a cuyo jefe era yo. A estas fuerzas se unieron el 26 por la tarde las del coronel Ríos, que formaban la 5a división, venida de Iquique en cumplimiento de la orden que le dió el coronel Suárez, haciendo cuatro jornadas a través de las pampas de Isluga y entrando en Tarapacá por el Sur de la quebrada. 
La división Ríos se componía de ochocientas plazas, poco más o menos, y con ellas ascendían nuestras fuerzas en Tarapacá a unos 3600 hombres, distribuidos en la siguiente forma: 

División Vanguardia — Jefe, coronel Dávila. 
Batallón Puno N° 6 — Jefe, coronel Manuel Chamorro.
Batallón Lima N° 8 — Jefe, coronel Remigio Morales Bermúdez. 
Batallón Cazadores del Cuzco N° 5 — Jefe, coronel Víctor Fajardo. 

1a división — Jefe, coronel Herrera. 
Batallón Cazadores de la Guardia N° 7 — Jefe, coronel Mariano Bustamante. 

2a división — Jefe, coronel Andrés A. Cáceres. 
Batallón Zepita — Primer Jefe, coronel Andrés A Cáceres; segundo Jefe, comandante Zubiaga. Batallón Dos de Mayo — Jefe, coronel Manuel Suárez. 

3a división — Jefe, coronel Francisco Bolognesi. 
Batallón Ayacucho N° 2 — Jefe, coronel Agustín Moreno. 
Batallón Guardias de Arequipa — Jefe, coronel Manuel Carrillo Ariza. 

División Exploradora — Jefe, coronel Bedoya. 
Batallón Ayacucho N° 3 — Jefe, coronel Ramón Zavala. 
Batallón Provisional de Lima N° 3 — Jefe, Comandante Máximo Somocursio. 

5a división — Jefe, coronel Alfonso Ugarte.
Escuadrón Gendarmes de Arequipa — Jefe, mayor Pedro Espejo.
Escuadrón Castilla.
Regimiento Guías N° 3.
Columna Gendarmes de Iquique.
Columna Guardias de Iquique.
Columna Navales, comandante Meléndez.
Columna Tarapacá, coronel José Sabino Aduvire.
Columna Loa (boliviana), comandante González Flor.
Ambulancia.
Maestranza del Ejército. 

Los artilleros que abandonaron los cañones en la retirada de San Francisco, formaban una columna de infantería a las órdenes del coronel Castañón. Caballería no teníamos. Los gendarmes y escuadrones que he mencionado, carecían de caballos y formaban también columnas de infantería. Nuestras fuerzas en Tarapacá estaban, pues, constituidas en su totalidad por hombres a pie. 

Además, se encontraban en lamentable estado de extenuación, que muy poco mejoró con los cuatro días de descanso que allí tuvimos. Carecíamos no sólo de municiones, sino de subsistencias y vestuario, y la mayor parte de los soldados estaban descalzos, a consecuencia de las grandes marchas que se vieron obligados a hacer. Con el desastre de San Francisco y la retirada que le siguió, estaban moralmente deprimidos y físicamente agotados. Con grandes esfuerzos consiguió el Jefe del Estado Mayor algunas cabras para el rancho. 

El 27 de noviembre debíamos partir para Arica, siguiendo la dirección de la quebrada. Yo tenía mi acuartelamiento en la parte occidental de la población. A eso de las ocho de la mañana de ese día me encontraba disponiendo la marcha de mi división, y los soldados se hallaban con las mochilas a la espalda tomando un ligero rancho, consistente en una ración de mote (maíz cocido) y charqui. 

En esta situación se encontraba mi tropa, cuando uno de mis oficiales trájome el inesperado aviso de que las fuerzas chilenas se encontraban al borde de la quebrada, en las alturas que nos dominaban. Cerciorado de la noticia, y comprendiendo lo difícil de la situación, creí de mi deber actuar por mi cuenta sin esperar orden alguna, pues la experiencia reciente me había hecho dudar, a mí como a otros jefes, de las aptitudes del mando. Ordené inmediatamente que formara el batallón Zepita, y lo dividí en tres columnas, de dos compañías cada una, mandándoles que ganaran la al tura sin abrir el fuego hasta haber llegado a la cima. La columna de la derecha, formada por la 1a y la 2a compañía, la mandaba el comandante Zubiaga; la del centro, 5a y 6a, a las órdenes del mayor Pardo Figueroa; y la de la izquierda, 3a y 4a, al mando del mayor Arguedas. Mandé en seguida al comandante Recavarren, Jefe de mi Estado Mayor, para que indicase al coronel Manuel Suárez, Jefe del 2 de Mayo, distribuir sus fuerzas en la misma forma que el Zepita y avanzar a mi retaguardia. 

Mis bravos del Zepita y del 2 de Mayo escalaron la empinada cuesta rápidamente, y al llegar a la cumbre mandé desplegar en guerrilla y hacer fuego rápido sobre el enemigo, que se encontraba a 150 metros de distancia. Los chilenos, formados en batalla, nos recibieron con una granizada de balas, causando numerosas bajas en nuestras filas; pero no lograron contener el empuje del Zepita, y comenzaron a ceder. Ordené entonces que la columna de la derecha cargase a la bayoneta contra la artillería enemiga, carga que dicha columna ejecutó brillantemente, dominando y destrozando al enemigo y apoderándose de los cuatro cañones allí emplazados. Las otras dos columnas, juntamente con el 2 de Mayo, arrollaron a la infantería, que, después de una animada lucha, se batió en retirada y cedió el campo. El choque fué sangriento en este primer combate, y las pérdidas que experimentaron mis tropas fueron de consideración. Allí cayeron el valeroso coronel Suárez, Jefe del 2 de Mayo, y los no menos valientes comandante Zubiaga y mayor Pardo Figueroa, jefes del Zepita. También mi hermano Juan cayó mortalmente herido. 

Reunidos el Zepita y el 2 de Mayo, emprendí la persecución de los chilenos, que se batían en retirada, sosteniéndose aún de trecho en trecho, al abrigo de las sinuosidades del terreno, hasta el sitio donde habían descansado, a una legua más o menos de distancia, y donde se encontraron vestigios de su parada. En este mismo sitio se encontró una mula ensillada con montura de mujer, la cual probablemente pertenecía a una de las cantineras chilenas. La bestia fué tomada por uno de mis ayudantes, que, cambiándole la montura, me la ofreció para cabalgar, pues mi caballo, herido en el combate, estaba inútil. Dicho ofrecimiento fué muy de mi gusto, y la mula me prestó muy buenos servicios. 

No siendo posible continuar más adelante, por el estado de fatiga en que se encontraba la tropa, resolví contramarchar para ocupar una posición favorable y no aislarme del grueso del ejército. 

En estas circunstancias, se me presentó el general Buendía acompañado de su ayudante, el teniente coronel Roque Sáenz Peña, que fué después presidente de la República Argentina, y me dijo: «Aquí me tiene, mi coronel.» El general Buendía no se olvidaba de la proposición que hice acerca de él, el mismo día de nuestra llegada a Tarapacá, en la Junta de Guerra, impelido por un sincero sentimiento de deber frente al enemigo y tras el desastre de San Francisco. Contestéle que me agradaba su presencia; pero que lo que yo necesitaba eran refuerzos, porque mis tropas habían sufrido considerables bajas. Buendía me estrechó la mano asegurándome que daría órdenes para que regresaran las divisiones acantonadas en Pachica. 

Durante la contramarcha vino el coronel Suárez, Jefe del Estado Mayor, quien me felicitó por el éxito inicial de la jornada, y yo solicité también de él el envío inmediato de refuerzos, manifestándole que en mi concepto tendríamos allí que continuar la lucha con los chile nos, que seguramente acudirían trayendo el grueso de sus tropas. Suárez fué de la misma opinión que yo, y bajó inmediatamente a la quebrada. Momentos después regresó y dijome que el coronel Moreno no quería obedecerle, a lo que le repliqué: «Péguele Ud. un tiro y tómese la tropa». Suarez volvió a bajar. Entretanto, hice recoger a los heridos, entre los cuales estaba mi hermano Juan, que expiró luego en mis brazos. 

Poco después, el coronel Suárez en persona conducía en mi apoyo la 5a división Ríos. El combate había durado cosa de tres horas, habiendo sido rechazada también contemporáneamente otra columna enemiga de las tres armas que atacó Tarapacá por la quebrada, combate en el cual había tomado parte principal la 5a división Ríos, que vino después a reforzar la mía. 

No había transcurrido aún una hora de estar en mi posición de apresto cuando a eso de la una de la tarde vi, como lo presumía, aparecer de nuevo en línea al enemigo, grandemente reforzado. Ordené el avance a «paso de carga» de mis tropas a su encuentro, y comenzó un segundo combate con un violento fuego de fusilería, en el cual obligamos a retroceder a los chilenos. Pero éstos volvieron al empeño alentados por sus oficiales, que hacían prodigios de valor para contener nuestro empuje. Mis efectivos, pequeños relativamente, no permitieron sino un combate frontal en el que, sin embargo, los chilenos, obligados varias veces a perder terreno, se rehicieron otras tantas con porfiada tenacidad. Después de sucesivos empujes, llevados a cabo con brío por nuestras tropas, logramos al fin arrojarlos hasta la altura de San Lorenzo, donde, dándome la mano con las tropas que combatían en la quebrada, pude emprender un ataque envolvente por la izquierda del contrario y, arremetiendo con bravura, lograr desconcertar su orden de combate y empujarlo hacia el Sur. Eran como las cuatro y media de la tarde, y ya se había luchado más de tres horas, cuando vi aparecer por mi derecha y a retaguardia un escuadrón chileno que en esos momentos llegaba al campo de combate y que, lanzándose contra mi derecha, cayó sobre los batallones Loa y Navales, que no tuvieron tiempo de «formar el cuadro», estando a punto de ser aniquilados; pero fueron protegidos oportunamente por el Iquique, mandado por Alfonso Ugarte, que con un nutrido fuego de fusilería detuvo al escuadrón y le obligó a volver grupas. 

Esta carga de la caballería chilena permitió a su infantería rehacerse nuevamente y hacernos frente, aun que ya no con la firmeza de antes. Rechazada la carga, embestimos enérgicamente contra el chileno, que aun se resistía, haciendo un supremo esfuerzo. La acción se empeñó intensamente por corto tiempo, y al fin se decidió en nuestro favor. En estas circunstancias apareció la división Dávila, que venía de Pachica y que avanzó resueltamente, sin disparar, sobre el flanco izquierdo enemigo. Luego, a muy corta distancia, propinóle descargas cerradas de fusilería, que le hicieron vacilar, y, ante un empuje general que iniciamos en seguida, desbandóse, huyendo por las pampas de Isluga y abandonando sus dos últimos cañones, los cuales hice entregar al artillero mayor Carrera, ordenándole los empleara contra los chilenos. Nuestra persecución se detuvo cerca del cerro Minta por carecer de caballería. A las seis de la tarde emprendimos el movimiento de reconcentración sobre Tarapacá. 

Así, pues, ese día obtuvieron nuestras tropas un brillante triunfo sobre los chilenos. En esta batalla tuvimos cerca de trescientos muertos y otros tantos heridos, contándose entre ellos considerable número de jefes y oficiales. Las pérdidas de los chilenos ascendieron a cerca de 800 hombres, entre muertos y heridos, y 61 prisioneros, entre los cuales hubo una cantinera. 

Fué importante el número de armas que cayó en nuestro poder, inclusive toda su artillería de ocho cañones, los cuales tuvimos que enterrar en la arena, porque, careciendo de mulas, nos era imposible llevarlos. Esta batalla, que duró todo el día 27, agotó nuestras municiones, y habría sido muy difícil repetir la hazaña si los chilenos hubieran pretendido atacarnos nuevamente con tropas de refresco."


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Texto tomado de Andrés Cáceres "La guerra entre el Perú y Chile, 1879-1883" recopiladas por Julio C. Guerrero.

Saludos
Jonatan Saona

1 comentario:

  1. El número de combatientes peruanos ( y la columna Loa, boliviana) que se batió en Tarapacá quedará para siempre en el misterio. Vemos aquí que el entonces coronel Cáceres las estima en 3.600 hombres, incluyendo a las divisiones Vanguardia y Herrera que se encontraban adelantadas en Pachica. Y tenemos de otra fuente peruana el dato que nos informa de 3.600 hombres arribando a Arica a mediados de diciembre, luego de la terrible retirada que les obligó a marchar más de 300 Kms. por la precordillera. Como Cáceres señala las pérdidas peruanas en Tarapacá en 300 muertos y otros tantos heridos,
    las cifras no cuadran en absoluto. Además de que, en la quebrada de Tarapacá, unos 250 muertos, recogidos y enterrados, quedaron sobrando del recuento global en base a las pérdidas informadas por ambos bandos.

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