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20 de febrero de 2020

Leoncio Prado

Leoncio Prado Gutiérrez
Sección Americana
Leoncio Prado (perfiles peruanos)

Nadie que lea el apellido de este valiente, dejará de recordar cómo alguien, con más ligereza que buena intención, pretendió echar sobre la frente del noble americano la mancha de un crimen horrendo.

Recuérdese el proceso de aquel famoso Prado, asesino de María Aeguetan, y á la mente del lector vendrá sin gran esfuerzo aquella noticia que velozmente rodó por los periódicos de Europa afirmando que el anónimo criminal era nada menos que un hijo del general Mariano Ignacio Prado, ex presidente de la República Peruana.

Cúpome entonces la suerte de desmentirlo con la energía con que las calumnias deben ser atajadas, y hoy, después de dos años, tomo de nuevo la pluma para presentar á la faz de aquellos que tal dijeron la figura gloriosa del calumniado, envuelta entre celajes luminosos, entrando en el templo de la inmortalidad.

Leoncio Prado fué hijo natural de D. Mariano Ignacio, general que subió por vez primera á la silla presidencial por medio de una revolución hecha al general Pezet, á la sazón de las diferencias surgidas entre España y el Pacífico el año 1866.

El pueblo peruano creyó ver tolerancia en el gobierno Pezet, y levantó al caudillo popular elevándolo á la presidencia con todos los entusiasmos que inspira un general joven y apuesto que encarna los ideales de las masas.

Le conocí algunos años más tarde; era por segunda vez presidente, y lo era constitucional, como Dios manda. Le he juzgado siempre bueno y honrado, porque los errores ó las desgracias no pueden jamás tenerse por deshonra. En su patria nadie le quiere mal: no ha hecho daños, y cuando más, dicen sin encono que ha tenido poca fortuna en los comienzos de la guerra con Chile.

Napoleón llegó á Santa Elena por el camino que conduce á la gloria.

¡Qué gran ejemplo! Y sin embargo, era Napoleón.

Educado Leoncio lejos de la fastuosa morada de su padre, morada embellecida por la presencia de una esposa joven, hermosa y elegantísima, creóse una naturaleza indómita, más dada á la guerra que á la paz, impetuosa para precipitarse en la defensa de lo que él llamaba derechos de la humanidad y del hombre libre.

El general cuando oía contar una proeza de su hijo, «es un loco» decía.

Vino á Europa; regresó al Nuevo Mundo y en todas partes dejó memoria de su paso; pero no una memoria triste y deshonrosa; por el contrario, era el Tenorio enamorado de lo que, bien ó mal tenido, tenia por grande y por sagrado.

Su fama de valiente extendíase ya del uno al otro mundo.

El primer grito de insurrección cubana soliviantó su espíritu guerrero. Conocidos son sus actos de temeridad, que yo no debo juzgar en uno ni en otro sentido: estáme vedado ese terreno, y por nada del mundo consentiré en meter mis yuntas en heredad ajena.

Dejemos, pues, á Leoncio Prado en sus correrías de muchacho; dejémosle también persiguiéndolos ideales de un mozo aguerrido, cuyas viriles energías fueron creadas para la lucha del hombre con el hombre, y no para las degradantes batallas que libra la humanidad con las pasiones.

Tomémosle en los instantes que lleno de vida, de entusiasmo patriótico, de sed de gloria, se refugia en la sierra del Perú, desconociendo al gobierno que había pactado treguas con los enemigos y protestando de los tratados de paz.

Levantáronse por entonces montoneras, lo que aquí llamaríamos guerrillas á lo Mina, y después de hostilizar á los chilenos, haciéndoles proseguir una campaña penosísima, hízose necesario el último de los sangrientos encuentros que en aquella funesta guerra hubo.

Los vencedores cantaron himnos de gloria á los vencidos; es cuanto decirse puede en honor de los que perecieron.

Leoncio Prado era coronel.

Para el que no sepa lo que es una guerra de montoneros diré dos palabras que aclaren algo el sentido del adjetivo.

La montonera se compone de un pelotón de tropas irregulares, sin uniforme, sin dinero, con armas de todos los sistemas y de todos los calibres, que vive como puede, pasando privaciones, hambre, sed, y expuesta á los rigores de la intemperie. Los montoneros son nuestros patriotas de la Independencia; mezcla de militares y agricultores, de indios y mulatos, de cholos y blancos, de aristócratas y descamisados, pero siempre un grupo de valientes, exaltados por el patriotismo ó por una idea que suponen redentora para el pueblo. El montonero trepa los Andes, se guarece tras los grandes picachos, y cuando no tiene armas ó de ellas no puede hacer uso, espía el paso del enemigo para despeñar las enormes galgas que bajan imponentes sembrando el espanto entre los perseguidores y haciéndoles las más veces infinitos destrozos.

El montonero, que saquea pueblos y roba caballos y echa mano de cuanto encuentra para continuar la campaña y atraer prosélitos á la causa que defiende, va dejando tras de sí recibo de cuanto indebidamente toma para que en su día sean satisfechas á los perjudicados las cantidades y las bestias robadas.

Las tropas que Prado y otros jefes del ejército acaudillaban estaban calificadas de montoneras.

Los enemigos no daban, pues, cuartel á los prisioneros; los peruanos jugaban la vida sin remisión: vencer ó morir; he allí el dilema.

Por algo dijo un distinguido periodista chileno, mi antiguo amigo Raimundo Valenzuela, que el Perú había tenido en la batalla de Huamachuco «heroísmos probados y glorias que deben esculpirse en el bronce »

La suerte de las armas peruanas no había dejado de ser fatal, y la célebre batalla fué un nuevo desastre material para el Perú ya exánime. Cien nombres que aquella jornada hizo gloriosos pasaron del campo de batalla al campo de la historia escritos con sangre en las páginas épicas de este siglo.

Entre los hijos de los incas batidos y destrozados había sonado el «sálvese quien pueda} de la derrota.

El jefe chileno coronel Gorostiaga prometió á sus soldados abonarles cincuenta centavos por cada rifle y dos pesos por cada cañón encontrado en el campo enemigo.

«En esta rebusca de hormiga, dice Valenzuela, se encontró á Prado.»

Había recibido Leoncio una bala en una pierna y la tenía destrozada.

Lo condujeron al cuartel general de Huamachuco y fueron dadas inmediatamente las órdenes para fusilarlo.

Día y medio estuvo en capilla.

Ni por un instante decayó su buen humor; y conversaba con los oficiales que le custodiaban como si de compatriotas suyos se tratase. ¡Oh! Yo estoy segura: entre aquellos militares había muchos que en otro tiempo sintieran admiración por el hijo del general Prado y que hubieran querido conservar su generosa existencia.

Pero las órdenes militares son inexorables.

El coronel Prado pidió con energía que se le fusilase en la plaza de Huamachuco con los honores de su grado; pero el jefe chileno negó esta petición que hubiera sido tanto como reconocer beligerancia en los que se tenían por montoneros.

Entonces se conformó con que lo fusilasen en la cama para evitarse las molestias que le producían sus heridas: le fué concedido.

Llegados los últimos momentos de su azarosa existencia y elevado su espíritu á las más serenas regiones del patriotismo exaltado, preguntó sonriendo al oficial que mandaba los tiradores á qué hora pensaba despacharlo para el otro mundo.

- Dentro de pocos minutos, le contestó.
- Voy á pedirle á usted una gracia: que me permita mandar la fuerza.
- Concedido.

Había pedido una taza de café, que encontraba exquisito.

- Hacía mucho tiempo, dijo, que no tomaba cafe tan rico.

Los chilenos le miraban asombrados de valor tan sereno. ¿Quién no tiembla en los últimos instantes de su vida?

- Al concluir de saborear esta taza de café, añadió, que midan los puntos, y al dar yo un golpe con la cucharilla en el pocillo (tacita) que disparen.
- Así se hará, contestó el oficial.

Con la tranquilidad del justo y del héroe sorbió el líquido sin que el pulso le temblase, sin que ni la mirada ni el semblante revelasen emoción alguna. Apuró hasta el residuo de aquel cáliz que para otro hombre que Prado no fuese hubiera tenido el amarguísimo dejo del dolor y las repulsivas hieles del espanto; y con entereza, con la mirada serena, el pulso firme y la fisonomía iluminada por gloriosos reflejos, dió el golpe con la cucharilla en la taza; golpe que debió sonar lúgubre en los oídos de los cuatro soldados, que instantáneamente y con aterradora precisión abrieron á Leoncio Prado las puertas de la inmortalidad.

Aquí tenéis, lectores, el hombre al cual imprudentemente acusó Europa de haber asesinado á una desgraciada para robarla el fruto de su deshonra.

Cuando esto se dijo en París, el alma de Leoncio Prado debió rugir como fiera enjaulada en el etéreo recinto que le sirve de cárcel eterna.

¡Que Dios perdone á los calumniadores!

Eva Canel


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Texto publicado en la revista "La Ilustración Artística", Barcelona, 20 de abril de 1891.
Imagen tomada del libro: "Álbum de El Criollo, Semblanzas" La Habana, 1888.

Saludos
Jonatan Saona

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