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25 de enero de 2020

José María Madariaga

José María Madariaga
Frai José María Madariaga
Capellán del ejército de Tarapacá

I.
No hace muchos años, i en medio de esta ciudad ya antigua, pero que se transforma i se desnuda bajo la azada de la demolición i la brocha de los afeites, fatigaban los venerables claustros de San Francisco (una de las pocas cosas viejas que van quedando en Santiago bajo el yeso de los estucadores) dos novicios, recorriendo sus anchos corredores en contorno, con los ojos enclavados en el libro de los primeros rezos i de los primeros cánticos.

Tenían los dos aprendices de monjes la tez morena, la figura mediana, el rostro ardiente i enjuto, como el de los antiguos penitentes; i al verlos sucesivamente, en corto trascurso de años, sentados al pie del álamo fundador, que al convento trajera hace hoi 80 años cabales (1804) el padre Guzmán, o arrodillados en el coro, en que con voz ronca e inquieta cantaran las letanías en la penumbra de la noche i de la lámpara, el visitante del templo o de sus, anchos patios habría detenido sobre sus expresivas figuras una curiosa mirada.

Llamábase el mayor de aquéllos en edad i el más antiguo en el claustro, don Bernardo Necochea, natural de Melipilla, en cuya ciudad había nacido, de estirpe arjentina, en 1835.

Llamábase el otro más humildemente Pedro Crisólogo Madariaga, i era éste oriundo de padres humildes en la ciudad de Illapel, nacido por los años del gran cometa.

II.
No ha llegado todavía el momento de hablar del novicio Necochea, escapado por los milagros de la vida i del denuedo a la matanza de Tarapacá. Pero duerme el último en paz dulce i callada el sueño de la virtud, después del deber cumplido, i a su noble i humilde memoria vamos a consagrar breve recuerdo.

III.
Fueron los autores de los días del fervoroso fraile franciscano, don José Madariaga i doña Jesús Reyes, ambos naturales de Ovalle, i en esta ciudad i en lllapel le criaron pobremente hasta que tuvo la edad de vestir hábito.

El corista franciscano nació el 1° de diciembre de 1842, i pusiéronle en la pila el nombre de Pedro Crisólogo, que al profesar en la orden seráfica cambió por el de José María.

Para completar nuestras fechas, agregaremos que el padre Madariaga tomó los hábitos el 3 de mayo de 1860, junto con el actual digno padre provincial de San Francisco frai Antonio Rodríguez i el padre mejicano Uribe, natural de Tepic i actual conventual en el templo que los franciscanos conservan en San Fernando.

IV.
Almas como las del franciscano Madariaga son raras en la edad presente de las sociedades. No pertenecen, en realidad, a su época, i míraselas, por tanto, como cosas de antigüedad, con cierto convencional respeto, a manera de esas lelas ricas e históricas debidas al pincel de grandes maestros; pero hollinadas por los años i el descuido, que suelen participar de la suerte del trasto viejo i del tesoro, según el prisma vulgar o sublime al través del cual se las contempla. El padre Madariaga pertenecía a la familia los antiguos anacoretas, i su digna comunidad haría bien en colocar su efijie, mitad a mitad, entre las de sus antiguos mártires i las de sus milagrosos legos que adornan las paredes de sus claustros.

Hállase hasta hoi vacío el hueco intermedio que cabe al muro exterior de la iglesia entre el "siervo de Dios" frai Pedro Vardesi i el lego Cañas, que murió ahogado en el Maipo arreando las ovejas de la ofrenda del padre de los campos i, sin disputa, del más popular de los santos de Chile, "nuestro padre San Francisco". I ese espacio corresponde de derecho, pero confiado a más diestro pincel que los actuales, al retrato del capellán i mártir de Tarapacá.

V.
Ignorado profundamente entre sus contemporáneos en razón de su humildad, de su fervor monástico i de las tareas de la propaganda menesterosa de su orden, i hasta de su figura tenue i opaca como la de Pedro el Ermitaño, un rayo de luz le ha revelado súbitamente a las miradas de todos los chilenos i ha rodeado su fin con la tibia atmósfera de las lágrimas.

¿ I por qué?

Porque el padre Madariaga, corista, maestro de novicios en la casa grande de Santiago, padre descalzo en Lima, donde, como Camilo Henríquez, vivió refujiado contra dolorosas turbulencias durante seis años, conventual en Talca, limosnero de su iglesia en Copiapó, constructor en La Serena, guardián de su orden en Santiago, capellán del cuartel jeneral del ejército, el padre Madariaga, decíamos, escondía bajo el tosco sayal del santo de Asís, algo que es más luminoso que la gloría, porque es su foco, más rico en esencias que el bálsamo vertido en el fuego, porque es el fuego mismo, más poderoso que el oro, porque su corazón era el crisol en que el metal se fundía sin liga i sin escorias. I ese tesoro, encubierto pero inmaculado, era el patriotismo, virtud sublime, que en esta tierra jermina de ordinario con más lucida lozanía bajo la ojota i la sandalia, que al través del de nso estambre de ricos tapices de Bruselas.

VI.
Teníase esto mismo observado desde el tiempo de la independencia respecto de las órdenes monásticas, i en particular de los franciscanos, que se alistaron en masa bajo las banderas de la causa popular, en oposición a las veleidades del alto clero, que se dividió en dos grupos, los unos por el reí, los otros por la República. Los franciscanos, venidos a la milicia del altar desde el corazón i desde la cuna del pueblo, han sido en todas partes, desde Pedro el Ermitaño, que fué a la primera cruzada montando en un borrico, antes que todo, soldados, propagandistas i patriotas.

Entre nosotros mismos i en la época a que hemos aludido, Camilo Henríquez, al iluminar los albores de la República con la antorcha de La Aurora, no se desciñó el sayal de San Camilo, ni se arrancó del pecho la cruz roja de la Buena Muerte. Durante el coloniaje, el franciscano fué pueblo en Chile, durante la emancipación fué soldado, i en la última guerra nacional, por lo mismo, ha sido capellán.

Trasunto vivo de esa edad i de esa asimilación fué el humildísimo padre coquimbano frai José María Madariaga, este Pedro el Ermitaño de las cruzadas que ha emprendido Chile contra las arenas i los pecados de la Palestina de los Incas, (1)

VII.
Posible es, a virtud de este mismo indujo del jenio popular i de su difusión en las masas, que el padre Madariaga sea para ciertas clases de la sociedad una simple figura de convención, nacida del calor de la guerra i extinguida en ella, como la centella que se desprende del fogón i se apaga en sus cenizas. Pero en la choza del campo, en el conventillo del arrabal, en el rancho de quincha de los caminos públicos, a cuya puerta acostumbraba pedir limosna i socorrer al necesitado del alma o del dolor físico, la imajen del austero franciscano no sólo será llorada sinó bendita. El telégrafo nos anunció que en la Serena había ocurrido todo el pueblo a su sepulcro; i aquella ciudad no era su patria. I cuando la nueva de su extinción llegó hasta los pechos de bronce que hasta ayer formaban en suelo extranjero el baluarte de la patria, los batallones que el fraile humilde electrizó con su palabra en la batalla, batieron marcha regular i pusieron las armas a la funerala, sin que el clarín ni la voz de mando se los hubiese ordenado.

VIII.
Otra condición histórica del franciscano ha sido su denuedo i su pujanza muscular. Nutrido con la limosna del pueblo, ceñido por el áspero lienzo del telar plebeyo, el milite que custodia en su altar de preferencia la "Virjen del Socorro", que Pedro de Valdivia trajo en la funda de su arzón, ha sido siempre batallador i bravo. Los novicios del "Convento del socorro de la Cañada" guardan todavía memoria de los puñetazos con que el primer provincial de la orden seráfica en Chile, frai Martín de Robleda, recibió al primer cura del Sagrario, el clérigo don Francisco González Yáñez, cuando fuera éste una mañana, i a la hora de la misa, a desposeerle, como a intruso, de su tarima i de su cruz. Ocurrió este lance, contado con asombro por todos los historiadores, en el año duodécimo de la fundación de Santiago (1553).

El padre Madariaga, como su primer prelado, no desamparaba en la campaña del Desierto el Santo Cristo i el revólver. "¡Este es,—decía señalando el crucifijo,—para los que no respetan a Dios; i este otro,—mostrando el revólver,—para los que no me respetan a mí!"

Del padre Robleda al padre Madariaga hai tres siglos de heroísmo conventual. Un provincial de San Francisco, llamado Cordero (sin serlo), se las tuvo en el siglo XVII con toda la Real Audiencia i sus soldados, bala en boca, i con su sola cogulla los venció.

IX.
Lo que prevalecía en el alma del monje era el entusiasmo, esta atmósfera interna i candente que derrite todos los hielos del egoísmo humano. Él mismo confesaba que no podía dominarse al sentir que penetraban de tropel en su corazón las emociones del amor a la patria. Cuando en la media noche del sábado 24 de mayo de 1879 llegó a Santiago la chispa eléctrica que anunció la hazaña de fuego de Iquique, el monje sintió desde su tarima el bullicio de la calle, i corriendo despavorido en la lobreguez del claustro, subió al campanario, i sin acordarse del sacristán, puso a vuelo las campanas. Contaba el padre Madariaga, en la intimidad, que al pasar aquella noche por el tenebroso coro (camino obligado de la torre de la iglesia) no hizo, por la prisa, la reverencia acostumbrada al Santísimo hincando la rodilla, sinó que se contentó con decirle a la carrera:—"Perdóname, Señor, i déjame repicar por las glorias de la patria".

De igual manera, el guardián de San Francisco no pudo resistir al impulso que le arrastraba tras la comitiva triunfal de los tripulantes de la Covadonga, i encaramándose al Santa Lucía con el derecho de vecino, dijo al capitán Condell su célebre loa, con el tricolor en lo mano, en el festín popular del 27 de junio de 1879. Eso era lo mismo que él hacía en la Encañada, alentando al número 1 de Coquimbo, cuyo abrigo, como tropa de su tierra, había buscado. No fué tampoco diversa por la misión que le cupo desempeñar en Antofagasta cuando, en pos del último estampido del cañón del Huáscar, corrió al Abtao el memorable 28 de agosto de aquel año a auxiliar a los moribundos. I otro tanto ejecutó, caballero en su negra, como Pedro el Ermitaño en su rucio, durante la marcha de Agua Santa a Pozo Almonte, viniendo a la cabeza de los Cazadores a caballo i siempre de descubierta.

El negro del capellán del ejército de Tarapacá era un caballo oscuro, sufrido pero humilde, como bestia de limosna, que le había regalado un padrino de Santiago. En su lomo había recorrido poco antes de la guerra toda la provincia de Coquimbo, solicitando auxilios para su iglesia de la Serena, que refaccionó con esplendor.

Un día (escribimos esto de paso para explicar las interioridades de aquel espíritu evanjélico) cierto hombre querido, desaparecido ya i demasiado prematuramente del planeta de la vida, (2) amigo nuestro i del padre Madariaga, vióle apearse de su inseparable montura a la boca de la mina de Santa Jertrudis, situada en el mineral de la Higuera, mina poderosa, que tiene 300 metros de profundidad vertical; i en seguida desapareció por entre sus tenebrosos senderos i escaleras de patilla. ¿Qué había ido a hacer en aquel antro el padre Madariaga? A llevar la imajen del santo fundador a los planes subterráneos, donde el barretero i el apir le darían su ósculo i su óbolo.

Con estos arbitrios i su infatigable negro, echó el padre Madariaga a su alcancía ochocientos pesos en la Higuera, i en toda la diócesis ocho mil. Eran las gotas del sudor del pueblo condensadas por la fe en el ara del altar.

Por esto, si Dios i la patria fueron, como dicen las correspondencias, el último pensamiento del virtuoso monje, su postrer adiós fué al soldado i al compañero fiel en la alcancía i la batalla.— "He dejado al negro mui recomendado al jeneral Escala",—escribía a un amigo pocos días antes de morir.

X.
Se ha dicho por algunos, a manera de acerba crítica, que a nosotros cabíanos el peligroso privilejio de abultar por el colorido i el ropaje las figuras que del taller severo enviamos a los tabernáculos de la historia. Pero en esa acusación hai evidentemente tanta lisonja como injusticia, porque unas pocas lentejuelas de oro, o de oropel, no darán nunca mayor brillo a los caracteres que el que les imprime la austera fidelidad de su perfil, trazado siempre con mano escrupulosa i hasta tímida. Así, del fraile que acaba de morir, i que era la segunda personalidad jerárquica de su orden en Chile, como guardián del convento de Santiago, dice su propio superior, al encomendar su alma de siervo a las preces de los suyos:—"No podía vérsele en el coro sin devoción, en el claustro sin recojimiento, en el confesionario i en el pulpito sin edificación, en la sociedad i trato de sus hermanos sin alegría i dulce expansión, i en el templo sin recordar a los más observantes i virtuosos relijiosos de este convento."

XI.
No conocemos un elojio más tierno ni más sencillo de la virtud de un hombre que el que acabamos de copiar. No guardamos tampoco memoria que se haya hecho homenaje, tan señalado como el que dejamos recordado, a la memoria de un sacerdote de voto tan humilde como fuélo el del padre Madariaga.

I para ello ha tenido su prelado razón sobrada, porque si el capellán del ejército del norte no ha muerto en el campo de batalla, ha sucumbido a sus fatigas, i debe contarse, con título de justicia, entre los héroes cuyo postrer aliento él recojiera. Cuando llegó a La Serena el 13 de enero de 1880, el padre Madariaga venía moribundo, i su enfermedad, hecha incurable por su descuidada abnegación, era sólo un cruel legado del Desierto i de las penalidades.

Sus funerales, por lo mismo, celebrados en La Serena con gran pompa i presididos por el digno obispo de aquella diócesis, el 2 de febrero subsiguiente, no fueron un entierro sinó una ovación.

XII.
Tal fué, exhibido en tela burda, como el fundador del "Socorro" de Santiago, el animoso fraile que encamó el alma i en su misión el sentimiento santo del patriotismo que ha armado nuestras afiladas lanzas, cu la hora suprema i las ha lanzado como torrentes de fuego sobre las filas de los enemigos de Chile.

¡Ah! el padre Madariaga no tendrá ya la dicha, que tanto ambicionó, de predicar la última cruzada en los pórticos de Lima, como Pedro el Ermitaño en el Huerto de los Olivos cuando los muros de Jerusalén cayeron bajo la espada de su compatriota Godofredo de Bouillón; pero el capellán del ejército del Norte, como el valeroso monje de la Edad Media, ha alcanzado en la mitad de su carrera la ventura de morir en el claustro que honró su virtud, i de ser llevado al último descanso, como lo fué "el primer apóstol de las cruzadas" en la basílica de Lieja, en brazos del pueblo que tanto amó.

El capellán Madariaga fué el Pedro el ermitaño de Chile, i por esto sus agradecidos compatriotas le han consagrado significativo i marmóreo monumento en la iglesia de San Francisco de la Serena, mediante la jenerosa consagración de una de sus admiradoras (3); i allí vivirá su memoria lo que viva su fama.

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(1) "Mean in figure and diminutivo in s tature, bis enthusiasm lent him a power which no external anvantage of form could have commanded". (Chambers, Peter the Ermit.) . "De humilde apariencia i de pequeña estatura, el entusiasmo de su naturaleza le revestía de un poder que no era dable alcanzar a la majestad de las formas externas del hombre".
(2) Don Vicente Zorrilla, rico minero de la Higuera.
(3) La señora Mariana Vicuña de Solar, 1882


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Texto e imagen tomado de "El Álbum de la gloria de Chile", Tomo I, por Benjamín Vicuña Mackenna.

Saludos
Jonatan Saona

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