Andrés y Hortensia Cáceres |
Por: Inés Mendiburu.
Lucila Hortensia fue la hija mayor de Cáceres. Siendo muy niña, junta a sus hermanas también pequeñas, Zoila Aurora y Rosa Amelia, marchó con su madre doña Antonia Moreno Leiva, a plegarse a la hueste que en La breña comandaba el adalid de la resistencia nacional. Compartió así los sacrificios y avatares de esa epopeya, que quedó grabada para siempre en su memoria.
Estando en mayo de 1883 en la ciudad de Tarma, donde Cáceres tenía a la sazón su cuartel general, vio llegar una partida de guerrilleros de Yauli, prorrumpiendo en llanto incontenible al verlos pobremente vestidos, casi inermes, vivando a su padre y alistándose para la batalla.
Corrió entonces hasta una capilla cristiana, donde su madre le dio el alcance, viéndole el rostro completamente anegado de lágrimas mientras rezaba al Hacedor.
“- ¿Hortensia, por qué lloras? ¿por qué rezas?”, preguntó la madre.
“-Mamacita - contestó la niña- lloro porque me dan mucha pena estos pobres indios; van para que los maten como a perros, porque no llevan balas para defenderse”.
Y entonces le respondió la madre: “-Dirás que los matarán como a héroes”. Y lloró con ella.
Años más tarde, Hortensia escribiría los Recuerdos de la Campaña de La Breña, que le dictó su madre, poco antes de morir. La emoción social presente en dicha obra es sin duda aporte de la redactora. Mucho tiempo después, ya en su ancianidad, ella concedió al diario “La Crónica” una singular entrevista, que fue publicada el 13 de mayo de 1954. Habló entonces sobre las intimidades del héroe, sobre su dimensión humana, faceta poco conocida de su biografía. Copiamos aquí algunos selectos párrafos de tan importante testimonio.
Una hazaña y un ascenso
En la época de Pardo, papá era comandante del batallón acantonado en el cuartel de San Francisco y tenía el cargo de segundo jefe. Papá se iba a acostar cuando estalló un movimiento revolucionario contra Pardo. Papá oyó tiros… rápidamente se puso sus pantuflas y salió corriendo y echó llaves a las puertas del cuartel. Entonces un sargento de los revoltosos inesperadamente le apuntó con su fusil al pecho, intimidándolo para que le diera las llaves. Papá, al rechazar el ataque, empujó al sargento, sacó su pistola con la otra mano, pues la otra la tenía quemada, ya que el fusil del sargento había hecho tanto tiroteo, que estaba terriblemente caliente, y lo eliminó. Luego, llegó a dominar la revuelta con la ayuda que le prestaron los militares. Cuando supo Manuel Pardo, Presidente de la República, de la actitud de papá, fue al cuartel y le dijo: "Coronel: desde este momento es usted el primer jefe del batallón". Sobre la marcha... ¡papá fue coronel!
Elegancia y ternura
Papá era fino, exquisito en su trato, muy recto; pero alegre, elegante con las damas. Sus palabras más fuertes eran “carácter” y “cangrejo”. Sé enternecía mucho con la música de la sierra… quería bastante la música de nuestro pueblo, a pesar de no dejar la música clásica, pues cuando estábamos en Berlín íbamos a la ópera y escuchábamos a Wagner. El baile le encantaba y era muy galante con las damas.
Una cosa que nos llamaba la atención era el don especial que tenía para domar a ciertos animales. Era muy aficionado a los pájaros y en Chorrillos tenía un pájaro ayacuchano ("Chirote"), que se le posaba en los hombros. Le daba de comer a sus palomas y nadie creería que la bravura de su vida militar formaba un contraste con la sencillez y bondad de su vida íntima...
“Nunca de rodillas”
Los guerrilleros tenían una adoración única por papá. Los indios del Perú tenían culto por Cáceres. Le llamaban “tayta”. Él era un compañero para ellos y sufrían igual. Sobre ello les voy a contar algo curioso. Una vez que estuvimos en Huancayo, en casa de doña Bernarda Piélago, residencia aristocrática que sólo era pisada por lo más graneado y rancio de la región, resulta que los guerrilleros se presentaron a la casa para saludar a su “tayta”, pero como era de imaginarse, la dueña de la mansión no los dejaba entrar...
Al fin, a ruegos de papá, entraron... Parecía una escena de Luis XIV; los indios se quitaban el sombrero y saludaban ceremoniosamente y luego corrían a arrodillarse ante papá y le besaban la mano; entonces molesto, pero cariñosamente, papá les decía: "Katariychis, manan charicca, ccaripacha kconccoricunanchu kay ccapas”, que en buen castellano quería decir: “Levántense: un hombre nunca se pone de rodillas”. Papá hablaba con sus indios en quechua y se entendían muy bien.
Yo no quisiera contarles sobre la vida militar de papá, porque la historia ya la da a conocer; pero como me han preguntado sobre su iniciación corno militar, les diré que más o menos a la edad de 17 años y cuando menos se esperaba, se escapó con unos amigos del colegio y se presentó al general Fermín del Castillo, durante la época de Castilla, y le dijo que quería ser militar. Y así se inició en la carrera de las armas.
De niño quiso ser cura
Siendo muy muchacho papá quiso ser cura, y como era muy engreído por mi abuela le daban gusto en sus pedidos. Tendría, dicen, unos ocho o diez años cuando le mandaron hacer un vestido de sacerdote, le construyeron un altar en un cuarto, y entonces él hacía misas jugando así con sus compañeros y amigos.
Fíjese usted qué contraste, la inclinación hacia el sacerdocio siempre se haría presente en papá. ¡Quién iría a pensar que después sería un bravo militar! En fin, les cuento esto para que observen que nadie pensaba que ingresaría a la carrera militar.
Su modelo fue un sargento
Les voy a contar una cosa que papá me decía y que había sido uno de sus triunfos como militar. Su principal estimulo, para ser siempre el primero, se lo dio un sargento. Era el sargento que lo instruía. Cuando papá se demoró en los primeros pasos para marchar, el sargento expresó satíricamente: “Estos señoritos quieren ser militares y no saben ni marchar”. Esto picó a papá y desde ese entonces, para salir triunfante en sus propósitos, se acordaba del sargento y se esforzaba por quedar bien.
La cicatriz del guerrero
Se ha dicho que papá era “tuerto”, pero no había tal cosa ya que tenía sus ojos perfectos y leía y escribía muy bien. Solamente tenía caído el lagrimal y la cicatriz en la nariz del tamaño de un real (moneda menuda). Estaba batiéndose (al servicio de Castilla) en la torre de Santa Rosa (en Arequipa) y llovían las balas; una de ellas lo cogió, por lo que fue envuelto en unas frazadas y lo llevaron a un convento. Las monjas lo asistieron con todo cariño y le insinuaban en todo momento que dejara la carrera militar y que se quedara en el convento como capellán del mismo. Pero papá ya estaba hecho para la vida militar.
Cuando le dijeron a don Ramón Castilla que el teniente Andrés Avelino Cáceres estaba gravemente herido, respondió: “¿Grave? ¡No ha muerto! Quiere decir que la Providencia lo reserva para algo grande”.
Y así fue, ya que el Perú sabe que papá se dedicó íntegramente a la defensa de nuestra patria en los momentos aciagos en que Chile invadió nuestro territorio. Su fama llegó a tanto que el propio general chileno Patricio Lynch ordenó la muerte para todos los caceristas.
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Artículo de Inés Mendiburu que transcribe varios párrafos de una entrevista a Hortensia Cáceres sobre su padre. Texto tomado de Revista digital "Cáceres del Perú".
Saludos
Jonatan Saona
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