Al venir la tarde del 21 de Diciembre de 1880, y cuando el sol, como una informe masa de fuego íbase sepultando en las olas, los barcos de Chile cerraban sus velas, y las plegaban en una tristísima y desierta caleta de las playas del Perú; semejante á una porción de aves de inmensurable tamaño, que, huyendo á los últimos resplandores que iluminaban el mar, llega ser, antes de la noche, tras la sombra y el reparo de la costa.
En ésta, un manso oleaje lamía apenas, en silenciosa cadencia, unas rocas negras y calcinadas; y en la playa profunda y sombreada —como un estrecho, que cerros muy altos y gigantes árboles bordeasen y le diesen sombra— había la claridad y luz que desparramaba el día más largo del año, y el más luminoso del hemisferio austral.
Seguramente, no habrá uno de los pasajeros de aquella escuadra que haya olvidado la sombría grandiosidad, y los efectos de aquella lucida aurora que días después tendría su ocaso brillante en Miraflores.
Los ángeles tutelares de la nación enemiga, debieron entristecerse á la vista de aquel aparecimiento formidable, pues había de ánonadar á los suyos y á sus protegidos, y pues sabían que esas naves habían llegado allí llamadas por un genio poderoso y vengador.
Y para nosotros, el momento tantas veces anhelado de tener cerca un suelo hostil, un suelo ingrato, y por lo mismo lleno de la voluptuosidad que lo desconocido y horroroso pone en nuestra alma, había llegado también.
Nuestros rifles avasallaban aquellas costas, algunos vigías del contrario estaban al alcance de nuestros cañones.... Y se obscurecía el desierto, dejando a la imaginación divisar los angostos valles en que alentarían nuestros enemigos preparándose á resistirnos, ó quizás amedrentados de ver tantos humos y tantas velas que los amagaban impávidos, y para humillar aquella tierra...
Pero nos hemos anticipado.
Queríamos decir que el 21 de Diciembre, después de un momentáneo detenimiento de la escuadra frente de las costas de Chilca, mientras se reconocían éstas, se allegaban bien á tierra en la caleta de Curayacu los buques que conducían la brigada del coronel Gana, designada por la orden del ejército, "hubiera ó nó enemigos", para desembarcar en aquellas costas, semejantes por sus altos farellones, á un corral de piedra, como el nombre de Curayacu significa en indio.
A la sola vista de las naves, en que ondeaba la estrella de Chile, se ahuyentaron de los cerros inmediatos los prudentes observadores peruanos, y permitieron á algunos exploradores nuestros hincar una bandera en las alturas de la costa, bien que momentáneamente, pues nadie de los de Chile durmió en tierra aquella noche.
Tal vez por la premura de la tarde en los trópicos, bien pronto fué de noche, y un estrellado cielo acompañó á nuestras meditaciones.
No obstante, el desierto y la expectativa de su sed y de su cansancio, que al día siguiente nos aguardaban, nos hizo recogernos y dormir. Quizás ya entonces el Ángel de la Patria, aprestándose para su hora y para recibir las ofrendas del patriotismo, adormeció con halago solícito todo otro sentimiento que no fuera el del sacrificio, preparando así las víctimas de las grandes hecatombes que habían de sucederse...
Junto con la primera claridad del día 22, cruzaron diligentes los lanchones y pequeños vaporcitos en busca de nuestra brigada que, como dijimos, habría de desembarcar y adelantarse á ocupar el pueblo de Lurín, último acantonamiento que sería del ejército, antes de desbordarse y vencer en los valles cercanos á Lima.
Pero la misma ausencia de enemigos en aquella costa hizo moroso el desembarco, y que se emplearan en él todas las horas de aquel día.
Sin embargo, á nuestro regimiento se le ordenó desembarcar en son de combate. Los rifles y las municiones eran todo su equipo; los morrales y caramayolas, tal vez por estar vacíos en aquella temprana hora, quedaron á bordo, dándonos que pensar esta circunstancia que luego de desembarcar tendríamos tostaderita, tal como decía nuestro compañero de armas Federico Maturana toda vez que había, ó se anunciaba algún tiroteo ó combate.
Al que esto escribe fué de los primeros del Esmeralda que tocó desembarcar, con una de las mitades de la primera compañía del 2.° batallón, mandada por nuestro amigo el teniente José Antonio Echeverría.
Aun el sol no hería la playa, y ya pisábamos tierra, y nos retenía ya ésta, sin que pudiéramos volver á bordo. Sí, estaba echado á tierra el primer eslabón de la gran cadena que iría á aprisionar á Lima.
La manera de nuestro desembarco debía de ser hábil y con agilidad, pues los lanchones no podían atracarse á los peñascos que formaban la costa, y, sólo servidos de unos tablones que apoyaban uno de sus extremos en la lancha mantenida firme á fuerza de remo— y en tierra el otro, ibamos de uno en uno alcanzando el suelo.
Luego se formó nuestra mitad tras del lomo de uno de los médanos de arena, que allí se iban sucediendo paralelamente hasta altearse tanto como los cerros que llamaríamos de la costa: todos arenosos, y que seguían los contornos de ésta hasta donde se decía estar el valle de Lurín. De este lado, y muy lejos, se divisaban unos jinetes apostados como observadores en los cerros que por el Sur cierran aquel valle.
Pero, á todo esto el desembarco parecía haberse suspendido, visto, sin duda, que no había para qué correr, dada la tranquila instalación de los nuestros, es decir, de nuestra mitad, y de algunas compañías del Chillán, desembarcadas no lejos de nosotros, y que estaban formando en esos momentos.
Mas, el cuadro era magnífico. Aun ahora sentimos el fresco particular y las emociones de aquella mañana. Todo era nuevo, en cierto modo, para nuestra alma, aparte del desembarco efectuado, del desierto que teníamos á la vista, aparte de la hermosa madrugada, sin cantos de aves, sin fríos, y sí con soles gigantes; aparte de esto, estaban los cien buques á nuestra vista, construídos poderosos para desafiar los mares, ahí los desafiaban y humillaban con su número y sus magnitudes, ahí el océano parecía pequeño. Sí, allí estaban esos barcos, comunicándonos su férrea tranquilidad, su entereza, sus fuerzas; y viéndose la actividad de ellos, considerándose su cargamento poderoso y tremendo que los hacía más pesados todavía.
Sabíamos que los de á bordo se fijaban en nosotros, que esperaban en nuestro aliento, que en nosotros confiaban para seguir después ellos tras de nuestros pasos. Aguardábamos instrucciones, órdenes especiales. Veíamos además las siluetas y bultos de los atalayas enemigos, allá en Lurín, que nos espiaban y nos veían; los veíamos más poderosos espaldeados por 40,000 soldados, y por ciudades
poderosas á las cuales íbamos á asaltar propiamente por las ventanas.
Y poco á poco el movimiento de chalupas y de botes, de los vaporcitos, de las balandras y lanchones iba en aumento. De algunos buques se empezó á descolgar los caballos, por sus roldanas, los cuales quedaban á nado y después, vista la imposibilidad de volverse á bordo, se venían á tierra, viéndoseles apenas la cabeza, y buscando afanosamente por donde salir.
Todavía, al mediodía, permanecíamos en el mismo punto, viéndose sí que desde los buques bajaban á las pequeñas embarcaciones soldados tras soldados, y ya para venirse á tierra y completar las fuerzas expedicionarias.
Los cuerpos que efectuarían la excursión eran los regimientos Buin 1.° de línea, Esmeralda y Chillán, más 100 soldados de Cazadores. A última hora se acordó que el Pisagua 3.° de línea, reemplazara al Buin, pues á este cuerpo faltaba algo de su equipo, indispensable para la marcha por el desierto, como eran sus caramayolas.
Serían las 4 P. M., y ya estaban en tierra y listos para emprender la marcha los cuerpos nombrados; habiéndosenos dado también nuestra provisión de agua y de charqui, á los que desembarcamos en la mañana, y pudiendo tomar entonces únicamente el desayuno del día.
Con tan escasa provisión, tomamos, orillando la playa, camino hacia el Norte, una hora antes de la entrada del sol.
Emprendióse así la gran jornada.
Mas, luego la noche del desierto, que tan poco tarda en aquellas latitudes en sucederse al día, nos envolvió enteramente, sin que hubiéramos andado largo trecho, sobreviniendo pronto una espesa camanchaca que nos precisó al alojamiento.
La oscuridad llegó tan de repente, que se hubiese pensado que el cielo, con tinieblas tan densas, quería darnos tiempo para pensar y meditar en lo que íbamos a hacer.
Los buques no se ofrecían tampoco á nuestra mirada, ó por haber apagado sus luces, ó tal vez por haber quedado ya distantes ú ocultos por los cerros de una cuesta que habíamos atravesado.
La brigada tendía sus líneas mirando al Norte, en una gran zanja de alguna profundidad, y que serviría en otro tiempo de cauce para las aguas.
Un misterio y un encanto especial se dejó sentir sobre el alojamiento de los expedicionarios. Las órdenes trasmitidas en voz baja, las silenciosas maniobras, el olor que despedía la tierra humedecida por la garúa; las sensaciones del día, las expectativas de la noche y de la madrugada siguiente; el rumor del mar, del aire, de la soledad; la circunspección, en fin, y el silencio de los mismos soldados, producían un recogimiento solemne, en el cual los sentidos, principalmente el oído y la vista, ponían todo su ahínco.
De cada regimiento se destacaron dos compañías para cubrir las avanzadas y el espacio del frente de cada uno de ellos, designándose en el nuestro á las dos primeras compañías de cada batallón; y al mismo teniente Echeverría y al que esto escribe, por consiguiente, tocó ir á agazaparse en cauteloso acecho y sumidos en la fantástica soledad.
Acordonados á vanguardia los centinelas con sus premiosas consignas, se distribuyeron más atrás los retenes de distancia en distancia, y para incorporarlos á la línea de centinelas y hacerla resistente en caso de asalto. Mandaban éstos los subtenientes Ramón Carmona y Juan R. Aguirre; siendo jefe de la compañía y teniendo el mando de la línea de avanzadas el capitán Patricio Larraín A., que aquella tarde se había incorporado al regimiento, viniendo de Santiago, después de acompañar como ayudante al coronel Lynch en la excursión militar que hizo éste al Norte de la costa del Perú.
Después de ver y recorrer en detalle la línea de centinelas, me relegué con el teniente Echeverría á uno de los retenes de nuestra tropa y ahí, como Dios nos permitió, nos tendimos un momento para descansar en el suelo aun caldeado, y, cubiertos de una frazada, charlamos y reímos de nuestras cuitas, y, tan en voz baja, que nosotros mismos no nos perturbáramos el oído que estaba despierto á todo rumor. Cenamos ahí de un nervio de chivo que se había asado en el día, y que nos enviaron los compañeros de la retaguardia.
En esta también, todos sobre las armas, enterrados en la arena que les servía de abrigo, haciendo cuatro ó seis individuos cana común con el único poncho ó frazada que se tenía, se hacía un silencio tal, que se percibía caer sobre el campamento la fría camanchaca que nos bañaba.
No podría decir cómo la situación expectante y el rumor del próximo mar, que con las mismas aguas bañaba el suelo de la patria, violentaba la imaginación con encontrados afanes á los que estaban allí apercibidos para el combate de la noche ó de la madrugada. Sin embargo, la la alegría y buen ánimo era el estado de todos, como si fueran escépticos, ó quisieran ocultarse sus propios cuidados.
Tendidas así la brigada y las guardias de la tropa, repentinamente, en un punto de la línea de escuchas se da la alarma, llegándose á la carrera hacia donde nosotros estábamos en retén uno de los sargentos, que recorría los puestos de avanzadas, diciendo que por vanguardia de los centinelas se acercaban partidas de jinetes sin rendir «el santo».
Sabíamos que andaba en el campo adelante de nosotros la caballería, y la cual saliendo antes de repartirse el santo, seña y contraseña á la brigada, se allegaba queriendo el jefe de ella darse á conocer por la sola voz. Menester fué pues que, calando bayoneta el sargento con su rifle cargado, se acercase dicho jefe hasta que nosotros le viésemos el rostro; así reconocimos al mayor José Francisco Vargas, y entonces franqueamos el paso á los exploradores, que habían llegado sin oposición hasta las cercanías del valle de Lurín.
Vuelto al sosiego, recobramos con mi compañero el abrigado nido de arena, y conocedores mejor de nuestra situación dejamos por un momento que uno de nuestros ojos durmiera. Sin incidente, se continuaron los relevos de los puestos, hasta que, todavía con mucha noche, sentimos que á nuestra espalda se levantaba el campamento y se pasaba silenciosamente el número por las hileras.
Dispuesta la columna en formación de flanco, reincorporadas las compañías de avanzadas, y cercados de guerrillas flanqueadoras, y de descubiertas de caballería, se emprendió ligera marcha. Sí, horas antes que llegara el nuevo día, serpeaba en la oscuridad de la noche aquella silenciosa porción del gran ejército que quedaba á bordo, y marchaba en busca de su desconocido adversario.
Por más que se aprovechase la humedad de la madrugada andando sin cesar, no habíamos ido muy lejos, cuando el cansancio ocasionado por el sol ya intenso (8 A.M.) hizo insoportable el camino, sin ser parte á calmarlo la fresca vecindad del mar.
La marcha se había hecho á compás casi redoblado, notándose, en esa premura innecesaria, que se faltaba al adagio italiano que dice: «anda poco á poco, si quieres ir lejos»; y que era también novicio en aquellas excursiones el jefe que conducía la tropa, pues ni aun se dieron los descansos promediados que exige una marcha acertada, y sí, parecía desearse que a paso forzado se anduviera, por arenales pesadísimos, las cuatro leguas peruanas que nos separaban del objetivo de la expedición.
Los soldados empezaron á alzar la cabeza para sondear las intenciones del cuerpo de jefes que, á caballo, sin acordarse de los que le seguían, andaban y más andaban, tras la descubierta de caballería. Comprendieron aquellos que no se sabía dirigirles, y las primeras fatigas les obligaban á trasmitirse entre ellos sus pensamientos, comenzando otros á desprenderse, echando al suelo sus prendas menos necesarias para aligerarse, y otros á consumir los restos el agua, que el día antes por la mañana se les había dado.
A los individuos que por cualquier emergencia solicitaban detenerse, les era imposible alcanzar de nuevo sus filas; la debilidad iba cundiendo y obligaba retrasarse á los más apenados, teniendo por término la desesperación de la sed y de no poder ir en sus puestos; así los rezagados iban aumentando, y con su ejemplo tentando á los demás, hasta que fué imposible á los oficiales hacerlos ir en su lugar.
La extenuación y una especie de despecho se pintaba en sus agotadas bocas, los pies iban vacilantes, y las piernas, como si fueran de acero, se negaban á avanzar por el pesado médano. Se sentaban éstos, y los que más habían resistido caían también, y de espalda, resistiéndose á admitir algunas gotas de agua que se les quería regalar, apretando para esto más y más los dientes trabados, creyendo, en su sed rabiosa, que las gotas que se les ofrecían eran sólo soñadas, y que no había nada realmente. Los
otros boca abajo, abrazados sí de sus rifles que nunca abandonaban, caían en un sopor delirante del que nadie, ni tal vez un ejército de enemigos que viniese encima, los habría hecho volver, eran sordos é insensibles á los tropezones de la demás tropa que en desunidas hileras venían más atrás.
Los más alentados corrían al mar, creyendo que sus sales a pagarían las ansias de sus fauces; los otros, viendo inmediato el lejano valle de verdura que fertilizaba el río de Lurín, apresuraban el paso y sobrepasaban a los que con mayor práctica y tino seguían la ruta penosa, pero era para caer lánguidos y con los quejidos de la desesperación.
No faltaron casos de algunos de aquellos desesperados que se pedían el residuo de sus orines, y los bebían ansiosos, y otros que, mordiéndose ó hiriéndose sus brazos, chupaban su propia sangre.
Y á todo esto el calor arreciaba hasta ser de fuego el aire respirable, y tal como ascuas la arena en que se enterraba el pie; los que poseían el líquido vivificador, sólo lo poseían por gotas, y lo escatimaban los prudentes que habían hecho otras marchas, por pensar que podía ser ilusorio el valle que se retrataba á la vista, é indudablemente más distante de lo que aparentaba, en razón de la perspectiva del desierto.
Fué necesario que algunos de los oficiales que presenciaban estas lástimas, fueran á hacer volver la vista á los jefes que, guiados por el fértil suelo que se prometía á sus miradas, no atendían á las condiciones de aquella marcha, tanto más desastrosa cuanto no sabíamos que recibimiento se nos haría en los villorrios que íbamos á ocupar.
Se hizo alto entonces, y se procuró reanimar á los desfallecidos que en largo trecho habían sembrado el camino; se incorporaron algunos con la esperanza de la próxima agua, pero era para caer después, ó llegar hasta la línea de batalla, en que estaban formados los regimientos, ya á pocas cuadras del valle, animados con la expectativa de combate que aleja otro mal, quizás porque ahí es más real el peligro de vida, y en poco entra el amilanamiento que produce la fatiga.
La marcha se había hecho con demasiada ligereza, excusable quizá por las condiciones de urgencia á causa del parte del mayor Vargas, de la descubierta, que decía haber allí enemigo, pero, en todo caso impropia siendo un lugar tan inmediato, y donde podían existir grandes fuerzas enemigas.
Una guardia iba atrás recogiendo los rezagados; por el flanco que daba al interior, inmediata á la columna, una línea de guerrilla, y más lejos por la altura, algunos piquetes de caballería; yendo siempre á vanguardia otro de jinetes y atrás de éstos otra ordenada guerrilla de infantería.
Todo el terreno había sido árido, y sólo dos tambos abandonados y sin agua se toparon en el trayecto. En casi todo éste se veía también la arena removida á lo largo de la playa, como haciendo parapeto de defensa de un desembarco, ó tal vez como se decía entonces, y es presumible, fueran excavaciones para algún ferrocarril en proyecto. La línea telegráfica iba allí inmediata.
En esta forma, á eso de las 11 A. M., estaban tendidos los soldados, pero en orden de batalla, paralelo à la fértil línea que formaba el valle de Lurín; también se había dado aviso á la escuadra de la noticia de Vargas, pero ya dominábamos el objetivo que se nos había dado, y los jinetes de Letelier y Vargas entraban al hermoso valle para reconocer al enemigo. Luego salieron aquéllos, después de una descarga que del lado opuesto del valle, esto es del lado Norte, les hizo el enemigo, y se cercioraron de que no se opondría resistencia...
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Larraín, José Clemente. "Impresiones y recuerdos sobre la campaña al Perú y Bolivia". Santiago de Chile, 1910.
Saludos
Jonatan Saona
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