(Memorias de un viejo soldado)
(Publicado en la revista "ZigZag" 1905)
(Publicado en la revista "ZigZag" 1905)
Hace algunos años que estoi hundido en un sillón viejo de mi cuarto, sin poder moverme con la maldita bala que me metieron los peruanos en la pierna izquierda al terminar la batalla de Chorrillos. La gota ha concluido por completo su obra. Por esto creo mui explicable el jenio endemoniado que me domina.
Ya no quedan amigos ni parientes que vengan a traerme el alivio de su conversación. Devoro todos los diarios y me desespero mas aun al saber que todo el mundo se vuelve loco de entusiasmo ante esa guerra de rusos y japoneses con sus minas que vuelan rejimientos enteros, sus heroísmos estraordinarios y los discursos patéticos de sus jenerales.
Pues bien, nosotros hemos tenido también una guerra como esa, en nada inferior por heroísmo y sacrificio. Las minas nos han volado mucha jente; el hambre y la sed nos han arrebatado gran cantidad de guerreros. Y ha habido batallas en que los torrentes de sangre mezclada de "rotos" y "futres" han corrido en proporción mas copiosa que los de ahora. Solo que entonces no se conocían las guerras teatrales de gran espectáculo, no había tanto cable y los corresponsales extranjeros eran muchos ménos. Por eso han quedado definitivamente enterrados bajo la muralla del olvido mas absoluto, rasgos de esfuerzo humano que cualquier nación habría grabado con orgullo imperecedero en el bronce de sus monumentos y en el oro de sus romances.
Pues bien, nosotros hemos tenido también una guerra como esa, en nada inferior por heroísmo y sacrificio. Las minas nos han volado mucha jente; el hambre y la sed nos han arrebatado gran cantidad de guerreros. Y ha habido batallas en que los torrentes de sangre mezclada de "rotos" y "futres" han corrido en proporción mas copiosa que los de ahora. Solo que entonces no se conocían las guerras teatrales de gran espectáculo, no había tanto cable y los corresponsales extranjeros eran muchos ménos. Por eso han quedado definitivamente enterrados bajo la muralla del olvido mas absoluto, rasgos de esfuerzo humano que cualquier nación habría grabado con orgullo imperecedero en el bronce de sus monumentos y en el oro de sus romances.
Antes de ir a reunirme con mis compañeros de armas, que en su mayor parte tuvieron la felicidad de partir primero que yo, quiero escribir algo para devolver a esas lejiones de héroes ignorados, siquiera un chispazo de la gloria tan injustamente arrebatada.
Usted, mi amigo que escribe en los diarios, me ayudará un poco corrijiéndome estos reglones. Tenga por seguro que Dios habrá de premiarle en su carrera el haber abierto una válvula de salida a los sentimientos de amargura y decepción que están desbordando, desde hace muchos años, en el corazón de un viejo moribundo.
Quiero terminar luego estas líneas, cuya letra quiza no se me entienda. Talvez mañana mis manos ya no tendrán el poder de trazar estos caracteres rudos como mi alma de soldado.
Yo tuve un hijo único, que costó la vida a su madre, mientras yo estaba encerrado en un fortín de la Araucania. Está demás decir que en un principio mi dolor no tuvo límites. Pero después fué viniendo un relativo consuelo. El chiquillo tenia la voz, la mirada, los mismos movimientos; en una palabra, la semblanza absoluta de aquella santa. No me cansaba de mirarlo en mis días de licencia, porque veía revivir un mundo de recuerdos de ella, en toda su gracia y en toda su juventud.
Vino la guerra y me fui con uno de los primeros rejimientos al norte. Al despedirme no fué poca mi sorpresa al ver que aquel chiquillo de dieziseis años me manifestaba la firme resolución de irse a combatir a mi lado. Vi entónces cómo se habían amalgamado en él los instintos guerreros de mi familia de militares, con la tenacidad heredada de su abuelo materno, aquel célebre revolucionario liberal que usted conoce de nombre.
Supe que el director de su colejio lo hizo sacar un día en Coquimbo del trasporte en que se fugaba con un continjente de voluntarios. Después me escribieron que estaba mui enamorado en Santiago.
Cuál no seria mi sorpresa cuando la víspera de Chorrillos se me apareció en el campamento y me dijo que la vida le era insoportable en Santiago y que quería hacer carrera en el ejército! En un principio tuve impulsos de darle de puntapiés, pero me acordé de que a la misma edad me fugué de la casa de mi abuelo para irme al sitio de la Serena en la revolución del jeneral Cruz el año 51.
Creí que estaría ménos espuesto en zapadores y le conseguí allí el grado de sarjento distinguido.
Aquella mañana todo iba bien en el asalto de las poderosas posiciones de Chorrillos. Todo, ménos en aquel maldito molino fortificado que nos barría por el flanco izquierdo y nos sacaba el "jugo" con sus cañones ingleses. Por todas partes las minas estallaban a su gusto, matándonos muchos soldados sobre todo de caballería. Un rotito divisó en el suelo un reloj monísimo de señora. Se agachó a recojerlo, y el reloj, conectado con una mina, lanzó por los aires, en pedazos, a todos los hombres del pelotón.
Pero, ¿qué hacer con ese molino de los demonios? Nos tragaba jente, y nos tragaba mas y mas con una voracidad loca! Al mismo tiempo, desde las posiciones del frente, nos abanicaban de abajo arriba con torrentes de plomo, refrescando así, mortalmente, el hornillo en que nos habíamos metido.
Todos nosotros estábamos exasperados en aquel atolladero. A las cuchufletas de los primeros momentos había sucedido una serie de roncas interjecciones. Yo estaba en la primera fila de tiradores de mi batallón. Y, si salí vivo de allí, fué sin duda porque con el rifle a la cara y los correajes terciados no me diferenciaba en nada de un soldado raso.
No podíamos avanzar ni retroceder. No veíamos a nadie en el fuerte enemigo. La fila de kepies que nos habían colocado por burla en la cresta de la trinchera estaba ya en tierra. Y ellos seguían fusilándonos a su gusto detrás de sus bastiones de piedra.
Miré hacia atrás a las filas cada vez mas ralas de mi jente y vi a mi hijo que había abandonado su puesto para venir a juntárseme. Era de verlo con la fiebre devoradora de los combates, mordiendo cada cartucho antes de enviarlo con una imprecación al enemigo invisible.
Aquella situación no podía prolongarse. Diez minutos más y mi batallón se deshacía como un terrón de azúcar bajo la lluvia de metralla cada vez mas pesada. ¡Ibamos a perecer todos!
El jeneral de la división que había estado en Yungay cuarenta años antes, vino hácia mí, loco de desesperación y nos lanzó un torrente de insultos para animarnos.
No había cañones y era necesario abrir a toda costa una brecha en aquel fuerte o bien la batalla estaba perdida.
-¡Qué se vuele esa batería!- gritó el jeneral. Todos nos miramos asombrados.
Y luego.
-¡Tres grados al voluntario que lleve allí un saco de dinamita!-
Un soldado de la primera fila avanzó, arrastrándose como cincuenta metros en demanda del fuerte fatal y se quedó allí para siempre!
Sale un segundo héroe. Va cien metros más allá con su carga. Un momento pensamos: ¡Este llegará! Vano intento! Lo mata una de las balas que se clavan en las faldas de la colina como un verdadero papel de alfileres.
El tercer voluntario que se adelanta es mi hijo. El va mas léjos, sube y sube siempre...
De repente se desploma con las manos empuñadas hácia el enemigo, en ademán de suprema maldición ¡Todo se ha concluido! Pero, nó; luego se mueve y avanza con más decisión y rapidez. Era el saco que se le había soltado de las manos hasta diez metros mas abajo. Y así siguió esa caza al hombre, en que mi hijo hacia prodijios de astucia y valor. Cien veces lo creí muerto, era que se detenía para distraer a los tiradores enemigos.
Apelo ahora a los que tienen hijos para que se hagan cargo del martirio chino de un infeliz padre, obligado por su deber a presenciar impasible la agonía de su único hijo.
Miré un momento hacia atrás y vi al jeneral con los ojos mas chicos que nunca, que presenciaba, kepi en mano, sin cuidarse de las balas que rebotaban en torno suyo, el sacrificio de aquel niño héroe.
Llegaba, por fin, a mui pocos pasos de la muralla. Un chispazo de esperanza pugnaba por anidarse en mi corazón. De repente, jiró hacia la derecha y quedó bajo el gran cañón de la fortaleza!
Veinte bayonetas salieron de las troneras y se clavaron en su cuerpo. Cayó y el saco no estallaba! Con un supremo esfuerzo se lo colocó en la cabeza.
Comprendí su intento: quería que las balas enemigas lo hicieran estallar ya que no tenia mecha ni cómo encenderla. Fué cosa de un segundo, de un verdadero relámpago. Un gran diablo de pantalón lacre se asomó un poco por la tronera y le disparó a quema-ropa, buscando la cabeza a través del saco.
La esplosion fué espantosa. La muralla vaciló sobre si y cayó, sepultando aquellos cañones tan fatales para nosotros.
La columna nuestra lanzó un hurra de supremo triunfo. Luego se quebró y salió a paso de carga. El corneta cayó a mi lado. Yo estaba loco de venganza, sediento de sangre. Tomé esa corneta y la apliqué a mis labios. Con mi aliento de padre, desgarrado hasta el alma, ese toque de cala-cuerda tenia una espresion de venganza suprema, de odio formidable como nunca talvez se le habrá dado igual. Penetramos en el fuerte y barrimos con todo y con todos. Así también cayeron todas las demás posiciones.
Mataría talvez veinte, talvez cincuenta de los victimarios de mi hijo. Yo no veía nada ni sabía de nada que no fuera matar. ¡Quién sabe cuántos muchachos de la edad de mi hijo fueron sacrificados de ese modo por mí!
La batalla se ganó. En las últimas horas de la tarde seguía yo en mi locura de muerte. Una bala me rompió el tendón principal de la pierna izquierda y caí sin sentido. Dicen que me encontraron sobre un montón de muertos con tres sables quebrados al lado.
No pude asistir a los solemnes funerales de los únicos restos que fué posible identificar. En mi delirio me pareció ver que una mujer hermosísima, imájen de la Patria, venia ante las tropas formadas con sus estandartes de victoria a depositar sobre la tumba de esa mina humana los tres galones que supiera ganar con su sacrificio.
Así, Dios no ha querido que el mio fuera el consuelo de mi vejez. Pero no puedo consentir en que caiga el olvido sobre su memoria.
En estos veinticinco años de aislamiento y de abandono que he pasado, él ha estado siempre conmigo. Si cierro los ojos en la penumbra de mi cuarto, vuelvo a verlo tal cual era el día de su sacrificio, cuando subía con el saco de dinamita hácia la fortaleza peruana.
Entónces conversa conmigo y me habla de ese mundo de consuelo infinito, donde me espera con su madre. Allá debo irme mui luego. Después siento esas marchas militares, las mismas de Napoleón que nadie toca ya por antiguas. Ellas acarician mi oído con el mismo amoroso acento con que nos llevaban al asalto o nos hacían olvidar las semanas enteras que estábamos marchando sin comer ni beber por el desierto.
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Mucho le agradecería si hiciera algo por publicar esto, ya que hasta los últimos deseos de un asesino son cumplidos en el patíbulo. ¿Cuántos no creerán nada, lo discutirán o se encojerán de hombros? Eso no me importa. ¿Acaso alguna riqueza del mundo seria suficiente para pagarme en su justo valor la vida de aquel heróico hijo de la inmortalidad que se llamó el Hombre-mina?
VICTOR NOIR"
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Imagen y texto publicados en la revista chilena ZigZag, num 1, año 1905
Saludos
Jonatan Saona
Hermoso relato, pero... el único general chileno al mando de una división en las batallas de Chorrillos y Miraflores fue Emilio Sotomayor Baeza (la 2a). Y este había nacido en 1825. No pudo estar en Yungay, 41 años antes, porque ingresó al Ejército recién en 1845. Los otros dos comandantes de división en esas batallas fueron Patricio Lynch y SZ en la 1a (capitán de navío) y Pedro Lagos M. (coronel) en la 3a.
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