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20 de junio de 2011

Episodios del combate Sángrar

Oficiales chilenos de Sángrar
Episodios del combate Sángrar

La Expedición a Cerro de Pasco. (Episodios del combate de Cuevas).

No hace mucho, una gran noticia preocupaba sobremanera la excitable población de Lima; se insistía por repetidas comunicaciones que la expedición que mandaba el comandante Letelier, y que operaba en Cerro de Pasco, había sido destrozada en su totalidad por una fuerza montonera, a su regreso a Lima.

Esta noticia, por otra parte, no sorprendía al público peruano, que há días esperaba, momento a momento, la destrucción de la División Letelier.

Además, muchos eran los iniciados en los prolijos preparativos que se hacían en Canta, pueblo célebre en los anales del Perú por sus montoneros o salteadores, que continuamente exigían del Gobierno de Lima fuertes refuerzos de tropa, organizada para ofender el comercio de Cerro de Pasco y la salida de sus valiosos productos.

Canta, por su situación y fáciles jornadas a Cuevas, punto obligado del camino de Cerro de Pasco al Ferrocarril de la Oroya, ha sido centro de numerosas montoneras; su fácil defensa hace peligroso expedicionar sobre él, y sabemos también que una vez en el pueblo no encontraríamos enemigos: o se ocultan o huyen.

Letelier, en posesión de todos estos antecedentes, creyó buena medida de seguridad colocar un destacamento en Cuevas, que guarneciendo este paso, le permitiese una fácil y segura retirada con su tropa, que, obligada a una larga y penosa marcha, no podía hacer muchas veces jornadas estratégicas, consultando a su vez el descanso del soldado.

Hizo comunicar su orden al teniente coronel de guardias nacionales señor Méndez, que con un destacamento guarnecía a Casapalca, población a dos leguas al oriente de Chicla, última estación de la parte concluida del Ferrocarril de la Oroya.

El señor Méndez confió esta importante comisión al conocido capitán Araneda, que no hacía mucho había llegado a Casapalca con 80 buines, en refuerzo de la expedición Letelier, para llenar las bajas que los montoneros y las enfermedades hiciesen en sus filas.

Araneda se puso en marcha a Cuevas, distante siete leguas de difíciles caminos. Una vez ahí, tomó las medidas de seguridad que consigna en su parte.

A la 1 P.M. del día 26 de junio, sus reducidas fuerzas fueron cercadas por una montonera cuyo número se hace subir hasta 700 hombres, cifra que no tiene nada de raro conociendo la población y los recursos del territorio en que se había formado. Ya se ha dicho por voces suficientemente autorizadas, que estos lugares ocupan la zona más rica del Perú, y seguirá siendo, mientras no se ocupen militarmente con expediciones organizadas como la del comandante Letelier, el centro de una gran resistencia y una amenaza constante para el comercio al interior. Estos lugares también son hoy el refugio obligado de numerosos soldados, que ayer sirvieron en los ejércitos del Perú, y hoy viven del robo y del pillaje. En su apostura y movimientos militares, conocieron los defensores del paso de Cuevas y de Sangra que tenían al frente, más bien que una montonera, un batallón bien organizado; llevaban buen traje militar la mayor parte de ellos, y hacían sus movimientos al toque de corneta. Pero nuestros buines no se intimidaron con esto y se dispusieron a vender muy caras sus vidas.

Por sus condiciones, el destacamento de Sangra era el destinado a servir de centro de resistencia, y el capitán Araneda mandó, uno enseguida de otro, hasta tres propios para que el destacamento de Cuevas se le replegase; los dos primeros fueron muertos, llegando a su destino sólo el tercero; pero, a pesar de los grandes esfuerzos, el destacamento de Cuevas fue rechazado repetidas veces, no consiguiendo unirse a sus compañeros; la mayor parte de sus soldados fueron muertos, otros emprendieron su retirada hasta Casapalca a llevar la noticia del ataque, y otros consiguieron ocultarse, no desconfiando en que refuerzos nuestros les permitieran correr en auxilio de sus compañeros cercados en las casas de Sangra.

Los nuestros en este punto no desmayaron un solo instante; obligados a permanecer dentro de las casas, contestaban con un acertado fuego el nutridísimo que se les hacía desde afuera.

Mantenían las puertas y ventanas bastante abiertas para dominar al enemigo y no dejar creer a éste que se encontraban intimidados. Estos, obligados por sus jefes, estrechaban algunas veces su distancia hasta llegar a las puertas y ventanas, pero caían víctimas de su arrojo, y sus compañeros retrocedían. Intentaban entonces incendiar la casa, comunicando fuego a las puertas y ventanas, ocultándose cuidadosamente detrás de las paredes; pero atemorizados de presentar su cuerpo a las balas, no conseguían con facilidad el logro de su intento. Algunos más osados subieron al techo, queriendo arrancar la cubierta de lata de las casas e incendiar las vigas; pero nuestros soldados, sintiendo el paso de ellos por el movimiento de las planchas, hacían sus certeros disparos que obligaban al enemigo a descender.

Por momentos éstos suspendían su ataque y se empeñaban sus jefes, sobre todo uno a quien llamaban su coronel, que no sabemos si pertenecerá al ejército peruano, en convencer a los nuestros, sobre todo al capitán Araneda, que los mandaba, que toda resistencia era completamente inútil, que no podían esperar refuerzos de ninguna clase, que se rindiesen y se les salvaba la vida, ofreciéndoles toda clase de garantías; pero el valiente capitán Araneda no vaciló un solo instante, y con solo siete hombres hábiles para empuñar el rifle, redoblaba su vigilancia y continuaba sin interrumpir sus disparos; a la intimación cariñosa, digámoslo así, de rendición, contestaba con el toque, a sangre y fuego, de calacuerda, que redoblaba el coraje en los suyos. Estos, por su orden, no hablaban una palabra, temiendo que sus voces indicasen al enemigo la exigüidad de su número. No salía de la casa otro ruido que el toque de calacuerda, el estruendo de las certeras balas, dirigidas por bravos veteranos, y las órdenes del capitán Araneda. Para engañar sobre su número a los de afuera, daba órdenes como si mandase a un grueso pelotón, distribuía a voces su tropa, es decir, sus siete soldados, ordenando que se colocasen sólo de a 15 en cada una de las puertas y ventanas, que eran cuatro, y apostando una reserva en un rincón bien resguardado. Viendo que sus municiones durarían poco más, a pesar de que economizaban los tiros de sus cananas, único depósito, Araneda exigía a grandes voces precauciones de sus soldados, porque un descuido cualquiera haría saltar las cajas de municiones.

Esta actitud heroica, resuelta, intimidaba al enemigo; esto y el saber que de Casapalca se dirigía un piquete de 80 hombres, en auxilio del capitán Araneda, los hizo suspender su ataque, después de más de 12 horas de rudo y feroz combate.

Araneda había cumplido con su consigna de defenderse a todo trance en este punto, y los montoneros y el Perú comprendían una vez más la heroicidad de los defensores de Chile.


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Editorial de un diario chileno, tomado de la recopilación de Pascual Ahumada
Imagen alegoría de 4 oficiales chilenos en Sangrar: Saavedra, Araneda, Ríos  y Guzmán

Saludos
Jonatan Saona

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