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12 de enero de 2011

Adiós a Lurín

Tropas chilenas en el puente Lurín

Adiós a Lurín 

Era el inolvidable 12 de enero de 1881.
El Ejército alzaba sus reales para marchar sobre Lima.

El día, desde el toque de diana -ese canto de diucas puesto en música- había tenido los afanes de una gran mudanza: la emigración de veintitrés mil hombres que se lanzaban a lo desconocido, a esos siniestros desconocidos, la noche, el desierto y la muerte.

Cada encuentro era una lluvia de adioses, promesas y apresurados encargos. Las niñas de Chile no pueden presumir cuántos de sus nombres fueron allí recordados entre suspiros que remedaban un beso. En el fondo de todo, aun de la extraña alegría de muchos, vibraba una nota e ternura cuyo desborde contenía vigoroso apretón de manos.
¡Y cuántas manos estrechamos entonces por última vez!

Larraín Alcalde con una barba nazarena de campaña, sentado sobre los huesos de ballena que servían de taburete en el rancho del comandante Pinto Agüero -en plena arena- excusaba los muebles y la pobreza del almuerzo por «motivos de viaje», prometiendo ¡ay! Otro de desquite en Lima.
Camilo Ovalle, con su mimbrosa talla y hermoso perfil de joven griego, fumaba cachimba en su ruca de cañas, esperando el toque de marcha.

Aquella ruca recordaba un encierro de colegio.
Sobre el suelo una estera, encima unos ponchos y por almohada un capote enrollado que escondía una caja de habanos, único lujo que lo ligaba a las elegancias de la vida de Santiago, que había abandonado por la ruda pobreza el campamento.
¡Cuánta vida y cuánta hermosura en esa cara de 22 años!

Y se lo llevó la gloria, temerosa de que en Lima el amor matara a besos a ese niño heroico y austero, digno de morir por la Patria, honrando con su sangre la victoria.
¡Y tantos otros!

Dejé al Chacabuco y al Coquimbo, que vecinos estaban, para ir en peregrinación de despedida a un sitio en que dejaba recuerdo muy especial, y de pasada darme la triste satisfacción de recorrer por última vez el hermoso campo de Lurín, tan querido hoy, como aquel recuerdo y todo lo que no ha de volver.

Formaban aquel sitio unos matorrales que crecían al canto de unas lagunillas cercanas a las viejas ruinas de Pachacamac, un amigo y un hermano de rancho... el gran soldado cuya muerte prematura lloró todo el ejército, aquél que llevaba como herencia de abnegación y de audacia el nombre del más gallardo guerrillero de la Independencia.

Tendidos sobre el pasto de la orilla, me dijo así:
-¿Se acuerda usted de lo que llaman jabón?

El jabón era un recuerdo de otros tiempos en aquella vida de campaña.

Después de romper la cubierta de un paquete primorosamente atado, que la legua acusaba la mano del amor que a tratado de imprimir un «yo» en cada nudo y en cada pliegue, mi amigo continuó lentamente, como tratando de hacer más solemne la escena que deseaba grabar en mi memoria:
-En la famosa despedida de Tacna, cuando ya habíamos andado algunos pasos, me llamaron de nuevo...
-¡Para que volviera solo, si recuerdo!
-¡Y echarme este paquete al bolsillo!
-¿Ella?
-¡Ella!

Y una sombra como niebla de oro pasó por los ojos de ese hombre que tenía el alma y el puño de los antiguos caballeros.
-Mañana es año nuevo y Ud. escribirá por los dos en recuerdo de este instante -concluyó mi amigo-, como presintiendo que no tornaría a ver a su amada.

Y perfumados con las rosas de ese jabón que de seguro era el único en todo el campamento chileno, nos hundimos en las aguas de aquellas lagunillas...

Si hoy me fuera dado volver a aquel sitio, creo que habría de encontrar en él algo del alma, que allí quedo entonces, de ese guerrero tallado en la madera de que se hacen los héroes y los hombres que no se olvidan jamás.

Cuando regresé al campamento, ya la soledad nevada sobre esa tristeza indefinible de las cosas abandonada que tanto recuerda a la muerte. Un crepúsculo de sombras que caía sobre el alma, como la tarde sobre la naturaleza, enlutándola.
Todos aquellos rincones y viviendas, una hora antes llenos de caras amigas y del alegre bullicio de una pareja, estaban callados y desiertos. Una soledad que tenía ecos de sepultura y estaba cubierta de despojos, todas prendas conocidas de éste o aquel uniforme, que parecían gritar al corazón:
-¡Se fueron!

Eran la cuatro de la tarde y empezaban a arder las ramadas que habían servido de cuarteles a los cuerpos y en las cuales se habían gastado tanto trabajo y fantasías.

Los soldados quemaban así sus naves, demostrando a su modo la resolución de dormir en Lima o en el seno de la tierra; pero no de tornar al campo que abandonaban en son de combate.
Media hora después, nos reuníamos en torno de nuestra mesa de familia los empleados del Estado Mayor del Servicio Sanitario. Juntos habíamos salido de Arica, rodeando a nuestro jefe, el doctor Allende Padín, aborde del buque almirante de la Cruz Roja, el Paquete de Maule, y juntos habíamos vivido hasta ese instante en la dulce intimidad de viejos amigos de las calles de Santiago y de compañeros de penurias y alegrías en el viaje, en la estada de Curayaco y en Lurín.

Pero no fue alegre aquella comida, como lo eran todas. A caballo sobre las bancas que servían de mesa, la espalda al viento, protegiendo al plato del polvo que pasaba en nubes, devorábamos a dedo y en silencio una mezcla de charqui y harina.

Otras nubes, más oscuras que ese polvo, cruzaban sobre nuestros corazones como siniestro tropel ce cuervos. No íbamos a ser actores en el gran drama que se preparaba; no saldríamos a la escena; pero ¡qué tarea entre bastidores! El sangriento reverso de la medalla de la gloria, el horroroso detalle de lo que cuesta un triunfo sobre el campo de batalla, eso nos tocaba: los heridos y moribundos; sus angustias, dolores, agonías y la impotencia de reemplazar al lado de ellos los cuidados del lejano hogar.

Nos repartimos como hermanos una ración de pan y carne fría, que debía durar veinticuatro horas, cada cual buscó su puesto, tras mudo y cordial abrazo.
Quédeme yo en la ramada casera, escribiendo al galope de la pluma los últimos momentos de la marcha del Ejército, en la confianza de que me darían aviso oportuno y muy noble compañía el Cuartel General y el Regimiento de escolta -Cazadores-, los cuales debían pasar por mi puerta a las diez de la noche, según rezaba la orden del día once.

Escribí sin sentir el tiempo hasta que uno de los sirvientes de la Ambulancia, antiguo auxiliar de la Segunda Compañía de Bomberos, apegado desde el principio a mí por esa confraternidad de un querido uniforme, llegó a decirme:
-¿Qué, no nos vamos, señor?
-En cuanto pase el Cuartel General.
-¡Si pasó hace dos horas!
-Y tú, ¿qué haces?
-Esperándolo a Ud.
Partimos al trote de nuestras cabalgaduras.

Desde lo alto del puente miré el valle de Lurín, envuelto a esa hora -la una más o menos- en una niebla luminosa que lo cubría como un globo de alabastro. La camanchaca lloraba sobre él sus lágrimas, vertidas en tenue polvo que se teñía de rosa al reflejo del fuego que ardía en las ramadas.

Se oían extraños crujimientos que parecían clamores desesperados, y aquellas lenguas de fuego y humo que se abrazaban en las alturas cual nudo de sierpes remedaban brazos que pedían al cielo en nombre de todas las madres, de todas las esposas, de todos los amores ausentes, el triunfo de esos hombres venidos de tan lejos por el honor de su Patria.

Di mi último adiós a los recuerdos que allí quedaban y seguimos nuestro camino, guiados por los postes del telégrafo, única línea recta que orientaba un poco entre las huellas de los nuestros diseminadas en un espacio inmensurable.

A poco andar, encontramos en la repechada de una loma un convoy de carros de las Ambulancias, atascados hasta los ejes en la arena.
Se trabajaba por sacarlos en un silencio rabioso y desesperado.

Reconocí la manta y el sombrero del doctor Allende Padín. Él y sus ayudantes jalaban de las ruedas, unos a pie, otros a caballo, como simples postillones.

Algunas cuadras más arriba nos dio alcance una caravana de chinos que caminaban al trote, jadeando bajo el peso de una infinidad de objetos que producían, al chocarse, un ligero campaneo.
Los pobres chinos, raza tenida por tan ávida y rapaz, devolvían en activa cooperación la libertad que les diera el coronel Lynch en el valle de Cañete y la ración de arroz que recibían en el campamento: verdad que los chinos habían vinculado al éxito de nuestra causa, seguro para su malicia, las esperanzas de una redención general y de un ansiado desquite que se dejaba entrever con todos los rencores y crueldades que son capaces los débiles. Sea como sea, es cierto que ellos trabajaron como acémilas y siento que no haya otra palabra que exprese mejor verdad.

Viendo los chinos que dos jinetes chilenos seguían la ruta de los postes, se lanzaron a la carrera hacia nosotros, diciéndonos a media voz, pero con viva emoción:
-¡Compale! ¡compale! ¡acá! ¡acá!

Sin vacilar un segundo, cortamos en línea recta sobre el punto que nos indicaban, y sólo después de media hora larga de trote llegamos a distinguir al pie de los cerros que limitaban la pampa por la derecha, una especie de cordón más oscuro que el suelo.

Allí acampaba el Cuartel General y su escolta, sujetando cada cual su caballo de la brida.
Por lo demás, ni una luz, ni siquiera un relincho, como si los animales estuvieran también en el secreto de los hombres.

Por fin llegamos a la que después supe era el abra de la Tablada. En la falda del morro de la derecha se destacaba un grupo de sombras inmóviles, tiradas en el suelo como cadáveres en el tablado de la Morgue.
Se nos acercó un oficial.
-¿Podría Ud. indicarme -le dije- el camino para llegar donde el coronel Lynch?
-Ante todo -me respondió- bote Ud. el cigarro, porque estamos al frente del enemigo -agregando que lo más prudente era permanecer ahí, pues para dar con el coronel Lynch había que cruzar el camino que conducía a las líneas peruanas, señalado cabalmente por los postes del telégrafo.

Era el comandante don Javier Zelaya, de guardia a esas horas en el Estado Mayor, quien nos daba tan sano consejo.
Al tenderme en la arena, entre los bultos inmóviles, reconocí al general Maturana y sus ayudantes. Se secreteaban como contrabandistas.

Una hora más tarde, a lo que presumo, todos saltaron sobre sus caballos.
El reflejo de varias bombas de bengala acababa de rasgar la niebla. Y tras ellas, los cerros ocupados por el enemigo se alumbraron con un triple cordón como de doradas luminarias que hacían el efecto de una iluminación veneciana.

En la pampa se veían vagar largas filas de luces, remedando lejana y fantástica procesión que a ratos se perdía, a ratos se elevaba, según las ondulaciones del terreno; pero siempre en avance, trepando los cerros.
Era la división Lynch que asaltaba el Morro.

Al mismo tiempo tronó el cañón, mezclando sus notas profundas y cavernosas a la sintonía de aguacero de los rifles.

Todo eso en el seno de la noche, que hacía invisible a los actores, era a la vez la lluvia, el rayo y el fragor del trueno.
-¡Parece que estuvieran tostando cochayuyo! -me dijo mi asistente, inquieto y alegre, como el tuno que siente las cuerdas del arpa. Y se le iba el alma por largarse al medio de la refriega con su cruz roja.

Aún no clareaba. Cruzando un portezuelo, encontré al general Sotomayor. No nos habríamos apartado diez pasos cuando sentí a retaguardia el estallido de una granada que creí lanzada por los cañones peruanos. Todavía no sospechaba las perfidias del campo que pisaban los nuestros. Volví riendas y divisé al general cubierto de una cosa negra que rodaba a chorros por su manta; sus ayudantes lo rodeaban, creyendo, como yo, que aquello era sangre. Su caballo agitaba una mano y el general, sin desmontarse, le acariciaba la crin, tranquilizándole.

La pobre bestia acaba de pisar una de las mil granadas escondidas en aquel paso, que era obligado, y en el morro contiguo, que parecía hecho casualmente para observatorio de nuestros generales.

Los peruanos habían calculado bien la colocación de las bombas; pero lo ligero de su material y lo suelto de la tierra en que estaban escondidas, salvó a Sotomayor de morir en píldoras, como él decía.
Pero eran terribles para los infantes. En la cumbre del mismo morro un muchacho lloraba a gritos y un coro de mujeres demandaba socorro para él: otra mina le había despedazado horriblemente una pierna.

El general, mientras cambiaba de caballo, ordenó despejar esas alturas, que estaban como el cerro del Parque en una parada de septiembre. Todas las mujeres de la división, sus chiquillos y muchos paisanos, habían tomado allí balcón para contemplar la fiesta, habiéndose venido de Lurín tras las pisadas del Ejército en cuanto retiraron la guardia puesta expresamente para contenerlos.

A todo esto, ya la mañana había bordado una orla celeste sobre la cresta de los cerros.

Un cuerpo de infantería pasó por nuestra izquierda. En una hondonada de terreno hizo alto.

Sonó un toque de corneta y al final se transmitió sucesivamente de mitad en mitad la voz de:
-¡Botar los rollos!
Siguió un silencio profundo y helado, cual si las aves de la muerte hubieran batido sus alas sobre todas esas cabezas.
Los soldados se apartaban por compañías para dejar en las faldas de la loma vecina los rollos que llevaban a la espalda.
Había llegado, pues, el instante de alivianarse para entrar en batalla.
Todavía el ardor de la lucha no calentaba la sangre, ni despertaba iras la muerte de ningún hermano.
Sólo se sentía un doble frío: el de la madrugada y el de la muerte.
-¡Qué mundo de cosas -decía entre mí- deben pasar por la memoria de estos hombres en este instante supremo! ¡Qué de recuerdos no picarán el corazón como pájaros con hambre!

Así pensaba a fuer de novicio, cuando aquel fúnebre silencio fue súbito interrumpido por un rumor como de gente que se despierta.

Sentíanse voces, trajines, querellas, risotadas por compañías y las órdenes secas de los oficiales que apresuraban la tarea.

Los que la habían terminado y como si al dejar sus rollos hubieren abandonado también todo el amor de la vida, se burlaban alegremente de los que iban llegando a la misma faena, todavía tristes y cabizbajos.

Un roto le gritaba al otro:
-No lo acomode tanto, hermano, si a nadie entierran con eso.
Otro decía:
-Déjelo por ahí, señor, yo se lo mandaré a su mamá. Tal vez tenga algunas alhajas.

Riéndose a carcajadas de los que con mucho esmero se preocupaban de señalar y poner en buenas condiciones el atado de sus pobrezas, cual si fueran a bañarse y no a desafiar la muerte que vomitaban las bocas de cuarenta mil rifles.
Y la algazara subía de punto.

Por hablar algo le pregunté a un soldado:
-¿Qué quiere decir botar los rollos?
-¡Escupirse las manos y apretarse los calzones! -me respondió el roto, haciendo la última operación.
Un toque de corneta impuso silencio.

El regimiento se formó en columnas y luego se deshizo en hebras que se alargaban, se alargaban como culebras hacia las cumbres.
Lo que siguió después me parece que lo he soñado.


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Tomado del libro Bajo la tienda, de Daniel Riquelme.

Saludos
Jonatan Saona

2 comentarios:

  1. A este paso le van a hacer un homenaje al criminal de guerra chileno coronel Gorostiaga

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  2. actos de valentia y cobardia?? solamente eso? y quienes se benefician con esos actos?
    https://radio.uchile.cl/2015/05/04/la-huella-de-los-edwards-en-la-guerra-del-pacifico/

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