Pertenecía Manuela Villarán de Plasencia, a una familia privilegiada por el poder de su talento, y nunca desmintió ella la influencia de esta herencia mostrándose al contrario con el más hermoso ejemplar que supo honrar el apellido que llevó.
En todos sentidos enalteció las glorias de la mujer limeña, manifestándose como la escritora castiza, fecunda y galana, siendo al mismo tiempo, la madre de familia solícita, ejemplar y empapada en una no común abnegación.
Al estudiar sus versos que son muchos y se han publicado profusamente en los periódicos y revistas de su época, se adivina a la mujer empapada en una inteligencia rica y sana, y ungida de un corazón más hermoso aún, en el que solo tiene cabida lo que es noble y grande.
Escribía con naturalidad tan ingenua, con sencillez de tal manera impecable, y eran tan bellos los conceptos emitidos, que sus versos todos, producían en el espíritu, el efecto de aquellas flores que brotan espontáneamente en la naturaleza sin que la mano del hombre se tome el trabajo de sembrarlas.
Su lira fué pulsada con mano delicada y así solo produjo sonidos dulces y tiernos: ora exteriorizando en piadosos cantos, la fé profunda de su alma, otras veces cantando la santidad de sus amores que aureolaba su mente, siendo el himeneo bálsamo que derramaba sobre su corazón.
Su estilo era llano y sincero y en sus composiciones prosadas se podía contemplar ese cielo sereno del hogar, de ese santuario, que la mujer de talento y de espíritu superior, sabe llenar con el perfume de una vida que se aparta de la vulgaridad mundanal.
Si la señora de Villarán hubiera tenido mucho tiempo que consagrar al cultivo de las bellas letras, habría dejado buena cantidad de libros, que servirían de edificante modelo a la generación actual, escritos todos con encantadora naturalidad, tal como es fama que ella hablaba, que en todo momento disponía de una dicción correctísima, elegante y precisa.
Era madre antes que escritora y así, se le veía escribir, rodeada de todos sus hijos, que, uniendo al arte sagrado de su otro y compartiendo en todo su afán, las elevadas aspiraciones de su alma bondadosa y grande.
El hogar fué su fuente de inspiración más fecunda y en todos sus versos, se encuentra y se admira esa nobleza de sentimientos, que definen con toda la perfección amable la bondad de la mujer, que sabe sentir antes que pensar y que hace del amor todo el gran culto de su vida.
Llegó, sin embargo, el día en que aquella pluma festiva; aquellos versos llenos muchas veces de la ática sal de la risueña musa, se tornaron lúgubres, dolorosos y gemidores, tal como si la fatídica sombra de la muerte extendiera sobre ella sus alas, envolviéndola como en un manto de tristeza infinita e incurable.
La separación de su hijo Ernesto Plasencia, cuando su deber de peruano lo llamó a los campos de batalla, durante la Guerra del Pacífico, y su trágica muerte frente al enemigo, constituyó la odisea más tierna y conmovedora, que albergarse puede en el corazón de una madre.
Fué en este período, cuando escribió sus más hermosos versos, los que tituló "Cantos íntimos de una madre", en los que se derramaba pródiga, toda la infinita pesadumbre de su alma, asociada a la más grande resignación cristiana y al respeto por el deber cumplido en aras de la Patria.
Cuentan que al entregarle las prendas que pertenecieron a su hijo y que muchas de ellas le fueron devueltas empapadas en esa sangre tan querida, en la sangre de esa víctima del patriotismo, se le vió consagrarles un altar en el que a diario se postraba su corazón de madre y pasaba largas horas en oración silenciosa; mientras derramaba abundantes lágrimas, ofrendadas al hijo ausente para siempre.
La enfermedad, que la llevó al sepulcro, tomó caracteres alarmantes con tan terrible desgracia. No obstante, dotada de una fuerza de voluntad, superior hasta a su misma desgracia, serena como las grandes almas, con esa fé ciega, que sólo alcanzan a poseer los corazones nobles. Llena de tranquilidad y confianza aseguran que decía: "no, yo no quiero morir todavía; no moriré hasta el 26, aniversario de la muerte de mi amado Ernesto, de mi nunca bastante llorado hijo del alma."
Su pronóstico se cumplió: el 26 de Octubre de 1888 dejó de existir a las 12 de la noche.
Murió a los 48 años de edad, en toda la plenitud de su vida intelectual, y cuando podía aún haber ofrecido a su patria nuevas y más gloriosas primicias de su cerebro certero y de su excelente corazón.
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García y García, Elvira. "La mujer peruana a través de los siglos". Tomo II. Lima, 1925.
Saludos
Jonatan Saona
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