4 de septiembre de 2019

Delfín Carvallo

Delfín Carvallo
Don Delfín Carvallo
Teniente Coronel de Artillería

I.
No son las mayores lástimas de la guerra sus ensangrentados campos de batalla. Eso pasa. Los muertos descansan, los triunfadores cantan, los vencidos duermen en torno del fogón que los vivaques velan. Pero las angustias, los infortunios, los martirios que se prolongan i cubren de eterno luto los hogares, los huérfanos sin guía, las esposas viudas, las macees sin sostén, los inválidos que se arrastran miniados,—ese es el verdadero i fatal inventario de esa cosa atroz que se llama la guerra, nube de fuego que fascina pero que mata i esteriliza. Eso dura i en ocasiones se hace eterno.

I cuando todo eso se junta bajo un solo techo como una sola calamidad; cuando el mutilado agoniza lentamente meses i años agotando su último dolor i su óbolo postrero; cuando la esposa joven se agota en el insomnio i en la fatiga; cuando los tiernos hijos desvalidos padecen sin cuidados ni sonrisas, haciéndose la botica i sus drogas, competidoras de sus usuales deleites i hasta de su pan,—entonces puede decirse que la guerra i sus obras son cosa maldita, i sus glorias i renombres solo engañosas imposturas.

II.
Espectáculo mui semejante al que acabamos de trazar ha presentado, al menos durante dos años largos, el techo que cobijara la lenta, cruel, silenciosa agonía del soldado mártir cuyo nombre léese al frente de esta pájina.

Herido mortalmente el teniente coronel don Delfín Carvallo al frente de una de las baterías que en la colina del San Francisco nos diera la victoria, medio a medio del desierto, el 19 de noviembre de 1879, i la cual como capitán mandara, fue conducido a Santiago i cariñosamente instalado en el hospital de sangre que llevó el nombre de sus fundadores, en la calle de Lira,— el hospital Matte; i allí su enérjico carácter luchó día por día, hora por hora, con la porfiada muerte hasta llegar a creerse que la había vencido.

III.
La herida que el artillero de Tarapacá había recibido en la medianía del vientre por encima del hueso de la cadera, era, de necesidad, mortal, porque el proyectil había dañado la espina dorsal. Reunidos en consulta diez de los más acreditados cirujanos de Santiago en torno de su lecho, todos, con la excepción de uno sólo, que habló más a nombre del espíritu que de la ciencia (el doctor Aguirre), le condenaron en consecuencia sin apelación, confiando el último, sin embargo, en la juventud i en la entereza de alma del paciente.

I éste, como si hubiera tenido a pechos dar razón a la vida i a quien todavía le prestara fe, luchó con levantadísimo espíritu contra su incurable daño, en medio de las más atroces torturas, hasta hacer creer a sus amigos que al fin había triunfado.

Pero esa mejoría física que le permitía volver a ceñirse la vestidura de su oficio, devolver en persona a sus amigos la deuda de la gratitud i sentarse por la tarde a la sombra de los árboles de su ciudad natal, no sería sino una tregua procurada a la sorda agonía de sus entrañas por la inquebrantable fiereza de su ánimo.

Los que, como el que esto escribe, tuvieron más de una vez la ocasión de estrechar su mano hecha ascuas en el lecho de prestado en que vivía inmóvil con la rijidez de una estatua, cuando su frente ardía calcinada por perenne fiebre, cuando sus labios encendidos como sus ojos pronunciaban el inconexo monólogo del delirio, o cuando, pasado el acceso de la tarde, del mediodía o de la noche, sumida su erguida cabeza en los hondos pliegues de su almohada miraba con ojos amortiguados como desde el fondo de blanquecino sepulcro, i contaba con voz débil pero tranquila i casi dulce sus cuitas, sus insomnios, sus combates, i ofrecía su gratitud a los que le rodeaban; sólo los que tal vieron durante un año, decíamos, pudieron darse razón de la poderosa vitalidad moral que existía encerrada en aquel ser endeble i extenuado, i explicarse así la bienhechora pero falaz profecía del hábil cirujano.

IV.
La llaga i los sufrimientos de aquel heroico paciente han sido un notable caso quirúrjico, i por lo mismo nos detenemos de preferencia en sus fenómenos, anticipando a su breve vida la consideración de su larguísima i dolorosa extinción.

Nunca encontraron los cirujanos, aún en los más prolijos reconocimientos, el sitio en que yacía el proyectil que lo mató, ni siquiera su sendero; pero por la paralización funcional de todos sus órganos inferiores, no podía quedar duda de que si aquél no se hallaba incrustado en la médula de la espina dorsal, esta invisible i casi impalpable rienda que maneja todo el cuerpo humano como la brida al caballo, había sido por lo menos fuertemente lesionada por el plomo.

"La bala que hirió a Carvallo, —dice un joven pero intelijentísimo i humanitario facultativo que se consagró por el doble culto de la amistad i la ciencia a ser su más solícito guardián—  indudablemente en la columna vertebral. Inmediatamente se produjo la parálisis de todos los órganos del cuerpo situados más abajo de la herida i la inflamación de la médula con todo su cortejo de crueles e incurables síntomas.

"Tenía también el atormentado vómitos frecuentes que se aumentaban i se producían inmediatamente después de una inyección de morfina. Cada vez que hacía esfuerzo de vomitar, sentía un dolor terrible que de la cabeza, se dirijía a todo el cuerpo i que expresaba él diciendo que una ... lo apretaba en esos momentos desde hasta la punta de los pies.

"Por fin, señor, ¡cómo sufriría este hombre además de tanta dolencia, era toda una botica para suministrarle los remedios necesarios, i que cuando limpiaban sus curaciones por la mañana, cluían hasta las diez, once o doce de la mañana dejando apenas el tiempo necesario para dormir i tomar el alimento"

"Los facultativos que curaron a Carvallo,— agrega, para concluir esta terrible vía-crucis, el joven i abnegado cirujano a quien debemos esta interesante relación de los padecimientos de tan valeroso i sufrido soldado,—deben estar orgullosos de haber hecho vivir durante más de dos años a un hombre absolutamente condenado a morir por la naturaleza de su daño".

V.
Hemos pedido excusas anticipadas al lector por haber narrado, antes que la vida, el martirio del comandante Carvallo. Pero en realidad podría decirse que aquélla estaba refundida en el último: tan breve i tan dolorosa fué en todas sus partes! Nacido en Santiago en 1844, vióse forzado a llevar desde la cuna, no su propio nombre, sinó el de su madre. Sin embargo, por la línea de la última, era deudo de los Cuevas de Rancagua, estirpe de bravos. El injeniero Cuevas de la Covadonga en Iquique i del Loa en el Callao, donde tristemente pereciera, era su deudo i físicamente se le parecía.

Estudiaba en el Instituto Nacional el niño Carvallo, i fastidiado de los libros, como Salvo del claustro, entraron juntos a la artillería por el mes de julio de 1862. Tenían uno i otro la misma edad, la misma vocación, idéntica enerjía i pundonor; casi la misma estructura física que los años iban robusteciendo.

VI.
Pronto ascendió el voluntario a cabo i a sárjento, i cuando estalló la guerra con España, con el ensanche que con ese motivo alcanzó su Tejimiento, fué ascendido a alférez en 1865, siendo destacado a las fortalezas de Chiloé, donde vejetó tres años. Su jefe inmediato en esa época era el jeneral de división don Emilio Sotomayor, antiguo artillero.

VII.
Destacado después en el sur de la Araucanía, fué uno de los primeros gastadores que señalaron con el hacha el camino de Valdivia a Villa-rrica, esta llave maestra de la cuestión araucana, que se perdió junto con la muerte de Valdivia i de Oñez de Loyola, sin que ningún estratéjico hubiérala encontrado, sinó tres siglos más tarde, en una mañana de enero de 1883. En esa época el alférez Carvallo servía a las órdenes del coronel don Orozimbo Barbosa, excelente maestro en aquella guerra.

VIII.
Pero mientras allá en las selvas de Arauco unos trabajaban, otros a la cómoda sombra de las paredes de palacio intrigaban, harto más fácil tarea que la de abrir ancha brecha por entre árboles seculares i tupidas malezas, en medio de las lluvias. Vino de aquí la desatentada desorganización (llamada vulgarmente reorganización) del rejimiento de artillería que quitó su puesto a Velázquez, a Novoa, a Montoya, a Salvo, a Pablo Urízar, a Delfín Carvallo; pero por una nobilísima retribución de un patriotismo jeneroso, los cuatro mozos últimos nombrados salvaron el Ejército bajo el comando del primero en la primera batalla campal de la campaña.

Por fortuna el capitán Carvallo pasó al Buin, i de allí pudo recobrarle su antiguo jefe el comandante Velázquez cuando el gobierno acertadamente confiara a éste la verdadera organización de la artillería para las campañas en que los cañones llevarían constantemente la victoria dentro de sus armones.

Pertenecía el capitán Carvallo a la brigada Krupp con que el bravo Montoya, que murió de cruel dolencia como él, batió el ala derecha de los aliados, tendida en la pampa del Porvenir, i la dispersó como heno seco que el viento arrastra, yendo la caballería, cual siempre, adelante de la fuga i de la polvareda,

IX.
Pero ahí mismo, i al retirar un obturador de una pieza caldeada por el fuego, fué cruelmente herido el capitán de batería. La artillería chilena hizo en San Francisco 815 disparos en menos de dos horas.

Desde ese momento comenzó la horrible lucha que vino a desenlazarse en una aldea de la provincia de Santiago, asilo de la dignidad, del dolor i la pobreza.

"Ultimamente,—nos escribía un amigo que participara de las intimidades del desdichado inválido,—pensó Carvallo retirarse al campo, esperando de ello algún beneficio para su salud; pero sucedió que cuando se preparaba a hacerlo se propuso arreglar sus cuentas con la Tesorería.

"El día que se dirijió a la Moneda para hacerlo, sufrió el más rudo golpe que hasta entonces pudo haberle agobiado. Resultó de su arreglo que, en lugar de alcanzar a la caja, salía debiéndole 600 i más pesos que debía pagar con el sueldo Integro de cada mes.

"Nada valió en su favor para que esta deuda equivocada pudiera ser pagada con la tercera parte de su sueldo, como es de ordenanza. Desde entonces, al verse enteramente inutilizado para trabajar i abandonado de esta manera, quiso más bien ir a soterrarse para siempre en una pequeña propiedad del pueblo de Maipo que poco antes tomara por contrata en alquiler. Un amigo había valido a su infortunio i así había podido llegar al lugar que debía ser su sepulcro".

X.
Al fin el largo drama se desenlazó en la soledad el 9 de marzo de 1882, i tres días después, en igual soledad, tuvo lugar su inhumación en el cementerio de Santiago. Formaron su último cortejo cinco acompañantes, dos de ellos deudos otro dos antiguos camaradas i un amigo.

XI.
Una justicia, o más bien una reparación nos cabe hacer, i en esto obedecemos a la misma lei que inspira nuestra franqueza en la alabanza como en la censura, en la condenación como en el elojio.

Sabedor el jefe del Estado, si bien demasiado tardíamente, de las indecibles amarguras que rodeaban al herido de San Francisco en sus postrimeras horas, devorado a la vez por el pus i por el fisco, ordenó que le fueran entregados sus haberes, i para que el pan de sus hijos tuviese la suficiente miga de sustento, nombróle, pocas horas antes de expirar, teniente coronel de su arma.

Bueno i santo fué ello, porque así sabrán los servidores de Chile que siquiera a la hora de la muerte habrá justicia para ellos!

XII.
Una palabra i un dolor más todavía. —El comandante Carvallo moría en los primeros días de marzo de 1882, i su joven esposa, una señorita que llevaba, como él, trocado su apellido paterno, lo siguió al sepulcro sólo pocos meses mis tarde. La guerra no sólo mata a los soldados, porque extingue también en un común dolor los hogares.


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Texto e imagen tomado de "El Álbum de la gloria de Chile", Tomo I, por Benjamín Vicuña Mackenna.

Saludos
Jonatan Saona

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