15 de diciembre de 2016

Guillermo Romero

Guillermo Romero Carreño
Julián Guillermo Romero Carreño

Nació en Lima en 1861, hijo de don Gregorio Romero y doña Matilde Carreño.

El 26 de noviembre de 1898 se casó con la señorita Domitila Aramburú Sarrio.

Guillermo Romero se destacó como jurista y docente de Derecho en la Universidad de San Marcos, falleció en diciembre de 1925.

"El Comercio" publicó al día siguiente de su muerte: "Concluida su instrucción media, que casi en su totalidad hizo en Roma, ingresó a la Universidad de Lima en 1877 y se recibió de abogado ante la Corte Superior de Lima después de haber concluido todos los años de estudio en las facultades de Letras, Jurisprudencia y Ciencias Políticas y Administrativas.

"Cuando estalló la guerra con Chile, en abril de 1879, estuvo embarcado en la primera expedición que hizo al sur el monitor «Huáscar», fue soldado raso en la «Legión Carolina Militar» y en el batallón «Libres de Cajamarca» N° 23, y al realizarse la batalla de Miraflores, perteneció como teniente al segundo batallón de artillería de reserva que formaba parte del regimiento comandado por el coronel provisional don Fernando Palacios."

El 7 de julio de 1925 la revista "Mundial" publicó una entrevista hecha por Edgardo Rebagliati.

"NUESTROS VALORES
J. Guillermo Romero 

Es con J. Guillermo Romero con quien sigue MUNDIAL su empresa de poner frente a la realidad del país las figuras y la acción de todos aquellos que en su actividad superior afirman el credo nacionalista y fecundan la fé en los destinos patrios. Es J. Guillermo Romero un ilustre abogado que viene trabajando incansablemente por la modernización de los preceptos jurídicos y que ha vertido sus ideas en una obra que honra al Perú y a Sudamérica misma.

Los jóvenes a la obra y los viejos a la tumba, clamaba González Prada, el gonfaloniere espiritual de la raza. Si, está bien; pero ¿qué viejos? Para el formidable panfletario los que debieron irse al hoyo fueron los culpables del desastre guerrero que aún nos quema las entrañas. Para los señalados con esa aspa imperdonable, abarcaba la requisitoria a todos los “viejos” ya que así envolvía la frase una bárbara incitación salvaje. Para el resto los viejos eran aquellos valetudinarios de cuerpo y de ánima, inútiles y parasitarios, que oponen al progreso en marcha la muralla china de su conservadorismo degresivo. Y yo estoy con el pensar de éstos últimos. Los “viejos” no son los que llevan sobre los hombros setenta ni ochenta años. Son los que arrastran una vida misérrima, sin finalidad, sin ruta, sin un sueño propulsor. Es más viejo el mocito vacío de ideas q' el valetudinario emprendedor y afanoso. Donde florece una inquietud está el alba fresca de la juventud y el sol claro dé la primavera. González Prada también llegó a viejo y vió sombrear la nieve sobre su noble cabeza de aristocráticos contornos pero no pudo nadie revertir a él la volteriana frase. González Prada por su esencia idealista, por su inquietud creadora y por su lozanía intelectual llegó a las puertas de la senectud en plena mocedad varonil y exhubera.

Luego, la edad no determina la vejez como el semblante no concreta el talento. Tras de las arrugas puede hervir la sangre tremante de un visionario y bajo el límpido carmín de la pubertad correr el río suicida de la humana impotencia. Toda vejez deja de serlo a condición de acercarse a sus linderos con la última flor de la cultura prendida en la solapa. Ya lo dijo Amiel: “Renovarse es vivir”.

Tiene el Perú muchos de éstos viejos de juventud virtual? Urge contestar afirmativamente. La nacionalidad tiene eso a su favor. Entre esos ancianos hay uno que seduce sobremanera por el triple atractivo de su contextura ética, su fundamento espiritual y su fervor nacionalista.

Es un viejo bueno como un niño y capaz como un sabio, trabajador, empeñoso, resuelto, jovial y cautivante. En la suma de sus virtudes solo una tara ensombrece el panorama; la modestia. Gusta este viejo del claro-oscuro, de la anonimidad indiferente, del apartamiento tranquilo. Su fama que debiera ser tan recia por el fundamento de su obra casi permanece oculta, desconocida, inédita para su propio país. Y tiene sin embargo significación continental. Aquel viejo es J. Guillermo Romero, jurispedito emérito, escritor de raza y polemista brillante. Y más que todo esto, gerifalte del nacionalismo. Su obra como su vida toda van al ápice del fervor por la Patria. Lo proclaman así sus libros orientados al estudio de las cuestiones doctrinarias de la legislación nacional y su patriotismo bautizado sobre la cubierta del “Huáscar” legendario y sobre el campo yermo y palpitante de Miraflores.

La bibliografía de J. Guillermo Romero no es larga de enumerar, pero, sí es honda y vigorosa. Uno solo de sus libros, los “Estudios de Legislación Procesal”, concretan su personalidad y afirman las alas de su prestigio. Libro ese pleno de meduladores observaciones sobre el contenido del Código de Procedimientos Civiles que está en vigencia y resúmante de doctrina y de experiencia. Esa obra que ha bastado para colocar a J. Guillermo Romero mucho más alto que todos los tratadistas jurídicos que el Perú tuvo, abarca hasta la fecha cinco volúmenes y tendrá tres más. Es un esfuerzo prodigioso, inmenso, raro entre nosotros tan poco dados a la especulación científica.

En otra ocasión hice la exégesis de esa obra que es el basamento sobre el que reposa la gloria de este viejo decidor como un muchacho de quince años. Pero, ¿quién estimuló la obra de este hombre? No son muchos, por cierto, los que pueden decir que alentaron al sabio maestro. Podría contárseles con los dedos de una sola mano y suficiente. Repasemos: ¿ El Colegio de Abogados? Nó. ¿La Facultad de Jurisprudencia? Sí. ¿Los poderes públicos? Nó. ¿Las instituciones científicas? Nó. ¿Los escritores? Sí y nó. Sí, porque hubieron tres (Humberto del Aguila, Neptalí Benvenuto y yó) que glosaron sus “Estudios de Legislación Procesal” dándoles el relieve que merecían y tributándoles rendido elogio. No, porque los que profesional, mente hacen crítica y suelen gastar papel en comentar las majaderías de cualquier cagatintas callaron su voz en cuanto se refería al trabajo del anciano maestro.

Ergo, su obra es suya como suya su fama, amasada en el silencio de su bufete, al rescoldo de sus libros amados, lejos de todo apoyo, ausente de todo estímulo.

—¿Usted sabe doctor que MUNDIAL tiene puestos los ojos en una nueva visión de la Patria, en la de su propia grandeza sobre la propia base de sus fuerzas?
—Si lo sé, hijo mío y me regocijo del propósito.

—¿Usted sabe también que uno de los medios de llegar a ese fin es el de enaltecer a los hombres que siguen el sendero del amor al país y a sus circunstancias, trabajando en su provecho y en su gloria?
—¿.........?

—Y como usted es uno de esos hombres.
—Yo, hijo mío?

—Sí, usted doctor que ha dedicado sus fatigas espirituales al empeño de llevar la legislación nacional hacia las metas más altas del progreso jurídico está en esa categoría de perilustres ciudadanos. ¿O es que va usted a negar su obra?
—Pero.....

—Nada, doctor. Es usted uno de los representativos del nacionalismo.
—Si tal se entiende por devoción al país, por fé en sus destinos, por confianza en sus fuerzas, sí lo soy.

—También lo es usted por el mérito de sus estudios y sus obras.
—Todo eso se lo lleva el viento.

—¿Y la fama?
—Yo no soy nadie.

—¿Porque lo dice usted?
—Porque así es, hijo mío.

—Dígame doctor, ¿qué curso sigue la publicación de los tomos restantes de sus Estudios de Legislación Procesal?

—Está totalmente listo el quinto volumen. Aquí tengo precisamente el prólogo y el índice. He corregido las pruebas y las llevo a la imprenta para la impresión. Los otros tomos continuarán publicándose sucesivamente.

—¿Qué materias abarcará este volumen?
—En él concluyo el estudio del juicio ejecutivo e inicio el de concurso.

—¿Y los siguientes?
—Comprenden el estudio de las cuestiones de los capítulos finales del Código de Procedimientos Civiles.

—¿Porque el primer volumen de su obra acusa una fisonomía de franca polémica y los otros pierden esta característica y se transforman en libros de apreciación doctrinaria?
—Déjeme usted callar la respuesta. Eso tiene una razón.

—Bueno. Hablemos de la Universidad y de su curso de Derecho comercial.
—Vengo de clase, precisamente. Hoy he comenzado a dictar a los muchachos las lecciones referentes al contrato de empleo. Les he hablado de sus orígenes históricos y vengo satisfecho de mi lección porque he sentido el calor de su inquietud y he comprendido que mi esfuerzo para dar al tema toda la atracción que en sí.tiene ha dado los resultados apetecidas.

—¿Qué opinión le merecen sus discípulos?
—La mejor. Vibra en todos ellos un ideal singular de acopio de cultura y son todos muy inteligentes, muy buenos.

—Usted siempre el mismo. ¿Se acuerda usted doctor cuando yo era su alumno de Derecho Romano? ¿Qué lindo curso aquel explicado por usted?
—Como olvidarme si aquel año recogí tantas emociones purísimas. Yo traté de dar a mis lecciones algún brillo si dárselo cabía a un curso de suyo sugestivo, interesante, notable.

—No sé por qué me parece que usted doctor ha sido periodista. En su conversación como en sus libros vibra la fina percepción y el estilo insinuante del periodista clásico.
—Cierto, hijo mío. Si fui periodista.

—¿En qué periódicos actuó usted?
-—En “El Nacional”, que dirigió aquel diarista famoso de Reynaldo Chacaltana, en “El Perú”, “La Nación”, “El Monitor Médico”, “El Diario Judicial”, la “Revista Universitaria” y "La Opinión Nacional” que es en la historia del periodismo nacional el vértice más elevado y el pedestal más firme de la fama, de Andrés Avelino Aramburú, formidable periodista y más formidable orador todavía.

—¿Orador?
—Si, orador sobre todo. Los discursos de Andrés Avelino Aramburú eran notables como lo fué su charla. El recio escritor pronunció desde uno de los balcones del Club de la Unión, en los precisos instantes en que el populacho enardecido victimaba con crueldad incalificable a los Gutiérrez, una oración formidable. Andrés Avelino incitaba al pueblo la borrar la espantosa acción de esas horas evitando el ludibrio de aquel espectáculo salvaje. Qué hermoso momento ese. De un lado la vergüenza de las hordas y de otro el orador que arrebata con su verbo y clama contra el crimen.

—¡Qué belleza! Ya me imagino la grandiosidad de la escena sobre todo por la magestad que en ella pondrá la figura del ático escritor tan señorial, tan soberbia.
—Ya le digo. Aramburú era un orador portentoso.

—Diga, doctor... ¿y la política?
—Eso queda para los jóvenes. Ellos a la obra, nosotros a la tumba.

Termina la entrevista como comenzó la crónica, solo que la frase gonzalopradiana trae una sugerencia nueva que viene bien de colofón. A la tumba los que no tienen fé. A la brecha los que como este viejo tienen aptas las armas, preparada la coraza, fuerte el brazo y resuelto el ánimo.

Edgardo REBAGLIATI."


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Saludos
Jonatan Saona

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